Es un lugar «donde la buena vida se paga con dinero —escribió con entusiasmo un poeta medieval al describir el País de Cucaña, la proverbial tierra de la abundancia—, y el que más duerme, más gana». En Cucaña, el año es una sucesión interminable de fiestas: cuatro días por Pascua, Pentecostés, San Juan y Navidad. A los que quieren trabajar los encierran en un sótano. Incluso pronunciar la palabra «trabajo» es una grave falta. Resulta irónico que en la Edad Media la gente estuviera probablemente más cerca que hoy de lograr la satisfecha ociosidad de la tierra de la abundancia. En torno a 1300, el calendario todavía estaba lleno de fiestas y celebraciones. La historiadora y economista de Harvard Juliet Schor ha calculado que los festivos representaban al menos un tercio del año. En España, alcanzaban unos asombrosos cinco meses y en Francia, casi seis. La mayoría de los campesinos no trabajaban más de lo necesario para vivir. «El ritmo de la vida era lento — escribe Schor—. Nuestros antepasados tal vez no fueran ricos, pero tenían tiempo libre en abundancia.»
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