viernes, 27 de enero de 2023

steven d levitt

  


En 1995, el criminólogo James Alan Fox redactó un informe para la oficina del fiscal general del Estado que detallaba con gravedad el pico de asesinatos perpetrados por adolescentes que se avecinaba. Fox proponía un escenario optimista y otro pesimista. En el escenario optimista, creía que la tasa de homicidios cometidos por adolescentes se incrementaría en otro 15% en la década siguiente; en el escenario pesimista, sería más del doble. «La próxima oleada criminal será de tal envergadura —sentenció—, que hará que 1995 se recuerde como los buenos tiempos». Y entonces, en lugar de seguir aumentando, la criminalidad comenzó a descender. A descender y descender y descender aún más. La caída resultó sorprendente en varios sentidos: era omnipresente, las actividades criminales, en todas sus categorías, disminuían a lo largo y ancho del país; era constante, con descensos cada vez mayores año tras año; y completamente imprevista, sobre todo para los grandes expertos que venían prediciendo lo contrario.  Aun cuando los expertos no habían anticipado el descenso de la criminalidad —que, de hecho, ya se estaba produciendo cuando realizaron sus espeluznantes predicciones—, ahora se apresuraban a explicarlo. La mayor parte de sus teorías resultaban perfectamente lógicas. La economía emergente de los noventa, argumentaban, ayudó a hacer retroceder el crimen. Fue la proliferación de las leyes para el control de las armas, decían. Era el tipo de estrategias policiales innovadoras que se aplicaron en la ciudad de Nueva York, donde los asesinatos descendieron de 2.262 en 1990 a 540 en 2005.  Sólo presentaban un problema: que no eran ciertas.

    Entretanto, existía otro factor que había contribuido enormemente al extraordinario descenso de la criminalidad en los noventa. Había tomado forma veinte años antes e implicaba a una joven de Dallas llamada Norma McCorvey.
    Como la mariposa del proverbio que bate sus alas en un continente y finalmente provoca un huracán en otro, Norma McCorvey alteró de forma espectacular el curso de los acontecimientos sin pretender hacerlo. Lo único que ella quería era abortar. Era una mujer de veintiún años, pobre, sin educación, no cualificada, alcohólica y consumidora de drogas, que ya había entregado a dos hijos en adopción y ahora, en 1970, se encontraba de nuevo embarazada. Pero en Texas, como en casi todos los estados del país en esa época, el aborto era ilegal. La causa de McCorvey fue adoptada por gente mucho más poderosa que ella. La convirtieron en la litigante principal en una demanda colectiva por la legalización del aborto. El demandado era Henry Wade, fiscal del distrito del Condado de Dallas. El caso llegó finalmente al Tribunal Supremo de Estados Unidos; para entonces, el nombre de McCorvey había sido disfrazado como Jane Roe. El 22 de enero de 1973, el tribunal falló a favor de la señorita Roe, permitiendo así el aborto legalizado en todo el país. Aunque entonces ya era demasiado tarde para que la señorita McCorvey/Roe abortase: había dado a luz y entregado al niño en adopción. (Años más tarde renunciaría a la causa de la legalización del aborto y se convertiría en una activista pro vida).
    En lo que respecta al crimen, resulta que no todos los niños nacen iguales. Ni mucho menos. Décadas de estudios han demostrado que un niño que nace en un entorno familiar adverso tiene muchas más probabilidades de convertirse en un delincuente. Y los millones de mujeres con mayores probabilidades de abortar tras el caso «Roe contra Wade» —madres pobres, solteras, adolescentes para quienes el aborto ilegal resultaba excesivamente costoso o inaccesible— con frecuencia constituían ese modelo de adversidad. Eran esas mujeres cuyos hijos, en caso de nacer, tendrían muchas más probabilidades que la media de convertirse en delincuentes. Pero como consecuencia del caso «Roe contra Wade», esos niños no nacían. Esta causa poderosa tendría un efecto tan drástico como lejano: años más tarde, justo cuando esos niños que no nacieron habrían alcanzado la edad de convertirse en delincuentes, el índice de criminalidad comenzó a caer en picado.
    No fue el control de armas o un fuerte crecimiento económico o las nuevas estrategias policiales lo que finalmente atemperó la ola de crimen en Estados Unidos. Fue, entre otros factores, el hecho de que la fuente de criminales potenciales se había visto reducida de forma drástica.
    Ahora bien, cuando los expertos en la caída de la criminalidad (antiguos catastrofistas) relataban sus teorías a los medios de comunicación, ¿cuántas veces citaron la legalización del aborto como una causa?
    Ninguna.

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