lunes, 16 de enero de 2023

Ramón Gener

 


Nadie puede darse la vida a sí mismo. Nadie puede, tampoco, darse su propia identidad. Nadie elige su propio nombre. Todo nos es impuesto.

 Nuestra opinión no cuenta. Todos, igual que Farinelli, igual que el monstruo de Frankenstein, que Galatea o que Pinocchio, hemos sido moldeados por las manos de otro. El titán Prometeo nos moldeó con barro a todos y a cada uno de

 nosotros a su imagen y semejanza y ni siquiera nos preguntó. A todos nos trajeron al mundo sin consultarnos. A un mundo que ya existía, que ya estaba ahí antes de que llegásemos. Un mundo con unos valores, unos ritos, unas alegrías, un lenguaje, unas contradicciones y unas reglas que todos debemos aprender. Por eso no hay nadie que consiga llegar a adulto sin la intervención en su vida de otros adultos; sin la intervención, por ejemplo, de un padre o de un hermano mayor. Al nacer, cuando nos crean, no sabemos nada. Hemos de aprenderlo todo. Cada uno de nosotros llegamos desnudos y por ello tenemos que ser educados por nuestros creadores. Ellos deberían tener la inteligencia de dejarnos ser y de poner todo a nuestro alcance para que podamos elegir y convertirnos en lo que nosotros queramos. El problema surge cuando nuestros creadores tratan de imponernos su visión del mundo e intentan convertirnos en lo que ellos anhelan que seamos. Cuando eso sucede, nos transforman irremediablemente en Farinellis, en monstruos de Frankenstein, en Galateas o en Pinocchios. Cuando eso sucede, surge el resentimiento hacia aquel a quien, en teoría, deberíamos amar.

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