jueves, 26 de enero de 2023

Bill Bryson

 


Middley era ingeniero y el mundo habría sido sin duda un lugar más seguro si se hubiese quedado en eso. Pero empezó a interesarse por las aplicaciones industriales de la química. En 1921, cuando trabajaba para la General Motors Research Corporation en Dayton (Ohio), investigó un compuesto llamado plomo tetraetílico (conocido también equívocamente como tetraetilo de plomo) y descubrió que reducía de forma significativa el fenómeno de trepidación conocido como golpeteo del motor. Aunque era del dominio público la peligrosidad del plomo, en los primeros años del siglo XX podía encontrarse plomo en todo tipo de productos de consumo. Las latas de alimentos se sellaban con soldadura de plomo. El agua solía almacenarse en depósitos recubiertos de plomo. Se rociaba la fruta con arseniato de plomo, que actuaba como pesticida. El plomo figuraba incluso como parte de la composición de los tubos de dentífricos. Casi no existía un producto que no incorporase un poco de plomo a las vidas de los consumidores. Pero nada le proporcionó una relación mayor y más íntima con los seres humanos que su incorporación al combustible de los motores. El plomo es neurotóxico. Si ingieres mucho, puede dañarte el cerebro y el sistema nervioso central de forma irreversible. Entre los numerosos síntomas relacionados con la exposición excesiva al plomo se cuentan la ceguera, el insomnio, la insuficiencia renal, la pérdida de audición, el cáncer, la parálisis y las convulsiones. En su manifestación más aguda produce alucinaciones bruscas y aterradoras, que perturban por igual a víctimas y observadores, y que suelen ir seguidas del coma y la muerte. No tienes realmente ninguna necesidad de incorporar demasiado plomo a tu sistema nervioso. Además, el plomo era fácil de extraer y de trabajar, y era casi vergonzosamente rentable producirlo a escala industrial… y el plomo tetraetílico hacía de forma indefectible que los motores dejasen de trepidar. Así que, en 1923, tres grandes empresas estadounidenses, General Motors, Du Pont y Stardard Oil de Nueva Jersey crearon una empresa conjunta: la Ethyl Gasoline Corporation (más tarde sólo Ethyl Corporation), con el fin de producir tanto plomo tetraetílico como el mundo estuviese dispuesto a comprar, y eso resultó ser muchísimo. Llamaron «etilo» a su aditivo porque les pareció más amistoso y menos tóxico que «plomo», y lo introdujeron en el consumo público (en más sectores de los que la mayoría de la gente percibió) el 1 de febrero de 1923. Los trabajadores de producción empezaron casi inmediatamente a manifestar los andares tambaleantes y la confusión mental característicos del recién envenenado. Casi inmediatamente también, la Ethyl Corporation se embarcó en una política de negación serena e inflexible que le resultaría rentable durante varios decenios. Como comenta Sharon Bertsch McGrayne en Prometheans in the Lab [Prometeanos en el laboratorio], su apasionante historia de la química industrial, cuando los empleados de una fábrica empezaron a padecer delirios irreversibles, un portavoz informó dulcemente a los periodistas: «Es posible que estos hombres se volvieran locos porque trabajaban demasiado». Murieron un mínimo de quince trabajadores en el primer periodo de producción de gasolina plomada, y enfermaron muchos más, a menudo de gravedad. El número exacto no se conoce porque la empresa casi siempre consiguió silenciar las noticias de filtraciones, derrames y envenenamientos comprometedores. Pero a veces resultó imposible hacerlo, sobre todo en 1924, cuando, en cuestión de días, murieron cinco trabajadores de producción de un solo taller mal ventilado y otros treinta y cinco se convirtieron en ruinas tambaleantes permanentes. Cuando empezaron a difundirse rumores sobre los peligros del nuevo producto, el optimista inventor del etilo, Thomas Midgley, decidió realizar una demostración para los periodistas con el fin de disipar sus inquietudes. Mientras parloteaba sobre el compromiso de la empresa con la seguridad, se echó en las manos plomo tetraetílico y luego se acercó un vaso de precipitados lleno a la nariz y lo aguantó sesenta segundos, afirmando insistentemente que podía repetir la operación a diario sin ningún peligro. Conocía en realidad perfectamente las consecuencias que podía tener el envenenamiento con plomo. Había estado gravemente enfermo por exposición excesiva a él unos meses atrás y, a partir de entonces no se acercaba si podía evitarlo a donde lo hubiese, salvo cuando quería tranquilizar a los periodistas. Animado por el éxito de la gasolina con plomo, Midgley pasó luego a abordar otro problema tecnológico de la época. Los refrigeradores solían ser terriblemente peligrosos en los años veinte porque utilizaban gases insidiosos y tóxicos que se filtraban a veces al exterior. Una filtración de un refrigerador en un hospital de Cleveland (Ohio) provocó la muerte de más de cien personas en 1929 [4] . Midgley se propuso crear un gas que fuese estable, no inflamable, no corrosivo y que se pudiese respirar sin problema. Con un instinto para lo deplorable casi asombroso, inventó los clorofluorocarbonos, o los CFC. Raras veces se ha adoptado un producto industrial más rápida y lamentablemente. Los CFC empezaron a fabricarse a principios de la década de los treinta, y se les encontraron mil aplicaciones en todo, desde los acondicionadores de aire de los automóviles a los pulverizadores de desodorantes, antes de que se comprobase medio siglo después que estaban destruyendo el ozono de la estratosfera. No era una buena cosa, como comprenderás. El ozono es una forma de oxígeno en la que cada molécula tiene tres átomos de oxígeno en vez de los dos normales. Es una rareza química, porque a nivel de la superficie terrestre es un contaminante, mientras que arriba, en la estratosfera, resulta beneficioso porque absorbe radiación ultravioleta peligrosa. Pero el ozono beneficioso no es demasiado abundante. Si se distribuyese de forma equitativa por la estratosfera, formaría una capa de sólo unos dos milímetros de espesor. Por eso resulta tan fácil destruirlo. Los clorofluorocarbonos tampoco son muy abundantes (constituyen aproximadamente una parte por cada mil millones del total de la atmósfera), pero poseen una capacidad destructiva desmesurada. Un solo kilo de CFC puede capturar y aniquilar 70.000 kilos de ozono atmosférico . Los CFC perduran además mucho tiempo (aproximadamente un siglo como media) y no cesan de hacer estragos. Son, por otra parte, grandes esponjas del calor. Una sola molécula de CFC es aproximadamente diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero que una molécula de dióxido de carbono…y el dióxido de carbono no es manco que digamos, claro, en lo del efecto invernadero. En fin, los clorofluorocarbonos pueden acabar siendo el peor invento del siglo XX. Midgley nunca llegó a enterarse de todo esto porque murió mucho antes de que nadie se diese cuenta de lo destructivos que eran los CFC. Su muerte fue memorable por insólita . Después de quedar paralítico por la polio, inventó un artilugio que incluía una serie de poleas motorizadas que le levantaban y le giraban de forma automática en la cama. En 1944, se quedó enredado en los cordones cuando la máquina se puso en marcha y murió estrangulado.

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