En Estambul, en la primavera de 2013, ocho personas murieron y miles fueron heridas en manifestaciones para detener la propuesta de pavimentación de uno de los últimos parques en la ciudad, el Taksim Gezi. Más de dos millones de árboles de la región ya habían sido cortados para hacer lugar para un nuevo aeropuerto y un nuevo puente sobre el estrecho del Bósforo. El parque había sido programado para un nuevo shopping y para departamentos de lujo. Cuando las topadoras entraron al parque para arrasar con el bosque urbano, los ciudadanos les bloquearon el camino. Estaban dispuestos a morir por el último árbol. “No nos iremos hasta que no declaren que el parque es nuestro”, dijo un joven de 24 años. (Mientras escribo esto, los árboles siguen estando en pie, pero su destino permanece incierto.) Taksim Gezi se volvió un símbolo no solo de la importancia de la naturaleza para la vida en la ciudad, sino de la democracia misma, tal como Frederick Law Olmsted lo supo desde el principio. “Una sensación de libertad ampliada es para todos, en todos los tiempos, la más valiosa y certera gratificación ofrecida por un parque”, escribió alguna vez.
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