viernes, 25 de noviembre de 2022

 Entre los grandes creadores, que son los grandes portavoces de los ideales éticos, ninguno más milagroso que el propio Confucio. Éste afirmaba que sus enseñanzas no procedían de una fuente divina y que, de hecho, su fuente de inspiración estaba al alcance de cualquiera. A diferencia de Moisés, Buda, Jesús o Mahoma no proclamó un conjunto de mandamientos. De la misma forma que el hinduismo es el nombre que se da a las religiones de la India, el confucianismo es el que se aplica a las creencias tradicionales de la familia china. Sus rituales o sacrificios «religiosos» no estaban presididos por un sacerdote profesional sino por el jefe de la familia y los sacrificios oficiales eran dirigidos por el jefe del Estado. Confucio insistía en que no hacía sino revivir enseñanzas antiguas.

    Confucio no fue crucificado ni martirizado, no sacó a su pueblo del desierto ni mandó un ejército en una batalla. No dejó una gran impronta en la vida de su época y reclutó pocos discípulos. En su condición de ambicioso burócrata de mente reformista terminó su vida sumido en la frustración. No es difícil verle como un antiguo Quijote. Pero de alguna manera la lucha sin éxito que libró durante toda su vida contra los males de los caóticos estados chinos de su época despertó de alguna forma a su pueblo y acabó por presidir dos mil años de cultura china.

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