Tras tanta impostura y tanto fraude, es reconfortante contemplar a un mendigo. El, al menos, ni miente ni se miente: su doctrina, si la tiene, la encarna él mismo; no le gusta el trabajo y lo prueba; como no desea poseer nada, cultiva su desprendimiento, condición de su libertad. Su pensamiento se resuelve en su ser y su ser en su pensamiento. Está falto de todo, es él mismo, dura. Estar a la altura de la eternidad es también vivir al día. De este modo, para él, los otros están encerrados en la ilusión. Cierto que depende de ellos, pero se venga estudiándolos, especializado como está en los trasfondos de los sentimientos «nobles». Su pereza, de una rara calidad, hace de él un auténtico «liberado», perdido en un mundo de bobos y engañados. Sobre la renuncia, sabe mucho más que numerosas de vuestras obras esotéricas. Para convenceros, no tenéis más que echaros a la calle... ¡Pero no! Preferís los textos que preconizan la mendicidad. Ya que ninguna consecuencia práctica acompaña vuestras meditaciones, no es de extrañar que el último de los pordioseros valga más que vosotros. ¿Es concebible el Buda fiel a sus verdades y a su palacio? No se es «liberado-vivo» y propietario. Me rebelo contra la generalización de la mentira, contra los que exhiben su pretendida «salvación» y la apuntalan con una doctrina que no emana de sus profundidades. Desenmascararlos, hacerlos descender del pedestal en el que se han izado, ponerlos en la picota, es una campaña a la que nadie debería permanecer indiferente. Pues a todo precio, es preciso impedir a los que tienen demasiado buena conciencia vivir y morir en paz.
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