lunes, 5 de septiembre de 2022

 En cuanto una tecnología se introduce en la vida humana —ya sea el fuego, la rueda, el automóvil, la radio, la televisión o Internet— la cambia hasta extremos que nunca logramos com­prender plenamente. Puede que los coches se inventaran origi­nalmente para facilitar los viajes, pero pronto se convirtieron en objetos representativos de deseos prohibidos. Según Illich, «el estadounidense medio invierte 1.600 horas en recorrer 12.068 km: menos de 8 km por hora» —poco más de lo que podría recorrer por su propio pie—. ¿Qué es más importante hoy: el uso de los coches como medios de transporte o su uso como expresiones de nuestras ansias inconscientes de libertad personal y sexual y de li­beración final con una muerte repentina?

Resulta de lo más habitual lamentarse de que el progreso mo­ral no ha sabido mantenerse al nivel del conocimiento científico: si fuésemos más inteligentes o más morales, podríamos utilizar la tecnología con fines exclusivamente benignos. La culpa no la tie­nen nuestras herramientas, decimos, sino nosotros mismos.
Esto es cierto en un sentido. El progreso técnico deja un úni­co problema sin resolver: la debilidad de la naturaleza humana. 
Por desgracia, es un problema sin solución.

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