sábado, 28 de mayo de 2022

 Para madurar, basta descubrir de repente que el amor dura tres años. Es el tipo de descubrimiento que no le deseo ni a mi peor enemigo: es una manera de hablar, ya que no tengo peor enemigo. Los esnobs no tienen enemigos, por eso hablan mal de todo el mundo: para intentar tenerlos. Un mosquito vive un día, una rosa tres días. Un gato, trece años, el amor, tres. Así son las cosas. Primero hay un año de pasión, luego un año de ternura y, finalmente, un año de aburrimiento. El primer año, uno dice: «Si me abandonas, me MATO.» El segundo año, uno dice: «Si me abandonas, lo pasaré muy mal pero lo superaré.» El tercer año, uno dice: «Si me abandonas, invito a champán.» Nadie te avisa de que el amor dura tres años. El complot amoroso se basa en un secreto muy bien guardado. Te hacen creer que es para toda la vida cuando, químicamente, el amor desaparece al cabo de tres años. Lo leí en una revista femenina: el amor es un subidón efímero de dopamina, noradrenalina, prolactina, luliberina y oxitocina. Una pequeña molécula, la feniletilamina (PEA), provoca sensaciones de alegría, exaltación y euforia. El flechazo es la suma de neuronas del sistema límbico saturadas de PEA. La ternura, un montón de endorfinas (el opio de la pareja). La sociedad miente: te vende el gran amor cuando está científicamente comprobado que, al cabo de tres años, estas hormonas dejan de estar activas. En realidad, las estadísticas hablan por sí solas: una pasión dura una media de 317,5 días (me pregunto qué diablos ocurre durante la última media jornada…) y, en París, dos parejas casadas de cada tres se divorcian en los tres años que siguen a la ceremonia. En los anuarios demográficos de las Naciones Unidas, especialistas en técnicas de empadronamiento plantean preguntas sobre el divorcio desde 1947 a los habitantes de 62 países. La mayoría de los divorcios se producen durante el cuarto año de matrimonio (lo que significa que los trámites se han iniciado a finales del tercer año). «En Finlandia, en Rusia, en Egipto, en Sudáfrica, los centenares de miles de hombres y mujeres estudiados por la ONU, que hablan idiomas distintos, visten de modo diferente, manipulan monedas, entonan oraciones, temen a demonios diferentes, albergan una infinita variedad de esperanzas y de sueños…, protagonizan el punto álgido de divorcios justo después de tres años de vida en común.» Esta obviedad sólo es una humillación añadida. ¡Tres años! Las estadísticas, la bioquímica, mi caso personal: la duración del amor siempre es idéntica. Inquietante coincidencia. ¿Por qué tres años y no dos, o cuatro, o seiscientos? En mi opinión, esto confirma la existencia de estas tres etapas que solían distinguir Stendhal, Barthes y Barbara Cartland: Pasión-Ternura-Tedio, un ciclo de tres niveles que duran un año cada uno, un triángulo tan sagrado como la Santísima Trinidad. El primer año, se compran muebles. El segundo año, se cambian los muebles de sitio. El tercer año, se reparten los muebles. La canción de Leo Ferré lo resumía todo: «Con el tiempo, uno deja de querer.» ¿Quién eres tú para atreverte a medirte con glándulas y neurotransmisores que te dejan tirado en la fecha prevista? Como máximo, podría discutirse el lirismo del poeta, pero contra las ciencias naturales y la demografía la derrota está asegurada.

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