domingo, 8 de mayo de 2022

 




Anne, mi mujer, era un ser irreal, de una luminosa belleza, casi imposible. Demasiado hermosa para ser feliz, pero eso lo supe cuando ya era demasiado tarde. Me pasaba horas mirándola. A veces ella se daba cuenta y me lo reprochaba: «Deja ya de mirarme», exclamaba, «me molestas.» Pero observarla vivir se había convertido en mi espectáculo favorito. En general, a los chicos como yo, que se consideraban feos cuando eran niños, les parece tan increíble el hecho de seducir a una chica guapa que las piden en matrimonio con cierta premura. Lo que sucede después no es muy original: para no entrar en detalles, digamos que nos fuimos a vivir juntos a un apartamento demasiado pequeño para un amor tan grande. A causa de eso, salíamos demasiado a menudo de nuestra casa, y nos vimos arrastrados por un remolino bastante corrompido. La gente decía de nosotros: —Estos dos salen mucho. —Sí, pobrecitos… ¡Qué mal les debe de ir! Y no estaban del todo equivocados, aunque estuvieran encantados de, por una vez, contar con una hermosa mujer en sus desangeladas veladas. La vida funciona de tal manera que, justo cuando empiezas a ser un poquitín feliz, te llama al orden. Nos fuimos infieles por turnos. Nos separamos igual que nos habíamos casado: sin saber por qué. El matrimonio es una gigantesca maquinación, una estafa infernal, una mentira organizada en la que naufragamos como dos niños.

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