martes, 25 de enero de 2022

  En una ocasión me invitaron a dar una conferencia en Santiago de Chile a un grupo de unos cien empresarios, que, a pesar de su gran valía personal y profesional, estaban pasando por una situación compleja ante los enormes cambios económicos que estaban ocurriendo a escala mundial.

    La conferencia tenía que impartirla a las nueve y media de la mañana, al día siguiente al que volaba de Madrid a Santiago. Se suponía que llegaría, aproximadamente, a las diez de la noche, después de hacer una breve escala en el aeropuerto de Buenos Aires. El avión salió de Madrid y llegó puntual a Buenos Aires y, desde ahí, ya por la noche, despegué en hora rumbo a Santiago de Chile. A punto de comenzar el aterrizaje, el piloto nos dijo que, debido a la espesa niebla que había en el aeropuerto de Santiago, el avión tendría que aterrizar en Mendoza. La verdad es que yo no entendía el revuelo que empezó a haber en el avión. En mi ignorancia, creía que Mendoza estaría situada cerca de Santiago y que no habría ningún problema. Fue entonces cuando le pregunté al pasajero que tenía al lado, el cual con exquisita amabilidad me explicó que Mendoza pertenece a Argentina y que está separada de Santiago por la cordillera de los Andes. También me dijo que la travesía en coche era de unas ocho horas y que la carretera por la montaña era regular. Yo sentí como un nudo en el estómago, sobre todo cuando el comandante del avión, una vez que hubimos aterrizado, nos dijo que los primeros aviones de Mendoza a Santiago saldrían al día siguiente a partir de la una y media del mediodía. Al oír aquella nueva «buena noticia», el nudo se hizo aún más intenso, ya que parecía imposible que yo pudiera estar al día siguiente a las nueve y media de la mañana en Santiago. Una gran parte de los pasajeros empezó a irritarse y a hablar duramente a las azafatas, las cuales, además de haber sido extraordinariamente amables durante todo el viaje, no tenían nada que ver con lo sucedido, dado que se limitaban a realizar su trabajo. Así de irracionales podemos ser las personas.
    Al salir del avión, hablé en el aeropuerto con el personal de tierra y nadie me dio ninguna alternativa que al menos a mí me sirviera. Estaba agotado después de un viaje de tantas horas y no me veía conduciendo un coche durante ocho horas por en medio de los Andes. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba aceptando la situación, de que no me estaba reconciliando con la realidad, sino que me estaba revelando contra ella, lo cual estaba convocando a las emociones que menos me interesaba tener, emociones como la frustración o la desesperanza. En ese momento cambié radicalmente de actitud. No podía alterar lo que me estaba sucediendo, pero sí que podía cambiar mi respuesta. Entonces empecé a decirme a mí mismo que seguro que había una oportunidad escondida en el aparente problema y que si perseveraba la encontraría. Lo primero que empecé a experimentar fue un cambio radical en mis emociones. De la frustración fui pasando al interés y, poco a poco, a la ilusión por descubrir aquello valioso que de momento estaba velado. La desesperanza se convirtió en confianza de que encontraría un camino, aunque de momento no sabía dónde estaba. De repente tomé consciencia de una cosa que, de tan obvia, la había obviado, y era del contenido de mi conferencia, que no era otro que «el potencial humano frente a la incertidumbre». Yo sabía que el potencial inexplorado de las personas sólo se revela cuando estamos fuera de nuestra área de confort y nos encontramos frente a lo desconocido. Era una vez más una maravillosa ocasión para pasar de profesor a alumno y eso hizo que me sintiera entusiasmado frente a lo que se podía desplegar.
    Una de las cosas que más me entristecía antes de emprender el viaje desde Madrid a Santiago de Chile era que, como tanto a la ida como a la vuelta iba a viajar de noche, me perdería contemplar el espectáculo grandioso de los Andes.
    Gracias al apoyo incondicional de la organización que me había invitado a impartir la conferencia, se montó un sistema de transporte para que me recogieran en Mendoza, cambiara de coche en la frontera argentina y el otro coche me llevara desde allí hasta Santiago. Viajé toda la noche con dos conductores de una simpatía y humor extraordinarios, con lo cual ni me enteré del viaje. Además, pude contemplar extasiado lo que es el amanecer en la cordillera de los Andes y llegué a las nueve en punto a Santiago de Chile, justo media hora antes de que empezara la conferencia. Además, como me lo había pasado tan bien y había disfrutado tanto viendo los Andes, entré con una energía explosiva en el salón, lo cual me ayudó mucho a impartir la conferencia y a conectar con la audiencia.
    Por eso, aunque me lleve más o menos tiempo aplicarlo, procuro no olvidar nunca que las mejores opciones para que se abra la puerta de la oportunidad no están en dejarme atrapar por reacciones o automatismos, por lógicos y razonables que me parezcan. La mejor oportunidad está en preguntarme: «¿Qué puede haber de valor en lo que me está ocurriendo?».

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