viernes, 31 de diciembre de 2021

 


 Desde hace unos diez años soy cada vez más consciente de la muerte de mis coetáneos. Mi generación está ya en la puerta de salida, y siento cada muerte como un desprendimiento, como si me desgarraran una parte de mí. Cuando hayamos desaparecido, no quedará nadie como nosotros, pero lo cierto es que nadie es igual a los demás. Cuando alguien muere, no se le puede reemplazar. Deja un agujero que no se puede llenar, pues el destino —el destino genético y nervioso— de cada ser humano consiste en ser un individuo único, en encontrar su propio camino, vivir su propia vida, enfrentarse a su propia muerte.
    No voy a fingir que no estoy asustado. Pero mi sentimiento predominante es el de gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído y viajado, he pensado y escrito. He mantenido un diálogo con el mundo, ese diálogo especial que mantienen los escritores y los lectores.
    Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, en sí mismo, ha sido ya un enorme privilegio y una aventura.

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