Es cierto que hace dos mil años Jesús de Nazaret dijo que los pobres siempre estarían con nosotros. Pero entonces casi todo el mundo se dedicaba a la agricultura. La economía no era lo bastante productiva para permitir una existencia confortable para todos. Y así, hasta bien entrado el siglo XVIII, la pobreza fue sólo una realidad más. «Los pobres son como las sombras en una pintura: proporcionan el contraste necesario», escribió el médico francés Philippe Hecquet (1661-1737). Según el escritor inglés Arthur Young (1741-1820), «cualquiera que no sea un idiota sabe que las clases bajas han de seguir siendo pobres o de lo contrario no serían productivas». Los historiadores se refieren a esta lógica como «mercantilismo»: la noción de que la pérdida de uno implica la ganancia de otro. Los primeros economistas del mundo moderno creían que los países sólo podían prosperar a costa de otros países; era todo una cuestión de aumentar las exportaciones. Durante las guerras napoleónicas, esta manera de pensar condujo a algunas situaciones absurdas. Inglaterra no tenía ningún problema en enviar comida a Francia, por ejemplo, pero prohibió las exportaciones de oro porque a los políticos británicos se les había metido en la cabeza que la falta de lingotes aplastaría al enemigo más deprisa que el hambre. El principal consejo de un mercantilista siempre es reducir salarios: cuanto más bajos, mejor. La mano de obra barata proporciona una ventaja competitiva y por lo tanto potencia las exportaciones. En palabras del famoso economista Bernard de Mandeville (1670-1733): «Es manifiesto que en una nación libre donde no se permiten los esclavos, la riqueza más valiosa es tener una multitud de trabajadores pobres.» Mandeville no podría haber errado más el tiro. Ahora hemos aprendido que la riqueza produce más riqueza, tanto si nos referimos a personas como a naciones. Henry Ford lo sabía muy bien y por eso en 1914 dio a sus empleados un buen aumento; ¿cómo si no habrían podido comprar sus coches? Por su parte, el ensayista británico Samuel Johnson dijo en 1782: «La pobreza es un gran enemigo de la felicidad humana; es evidente que destruye la libertad y hace que algunas virtudes sean impracticables, y otras, extremadamente difíciles.» A diferencia de muchos de sus contemporáneos, comprendió que ser pobre no es carecer de carácter. Es carecer de dinero.
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