Aquellos que consultan a un psicoanalista, lo hacen porque su vida,
o una parte de ella, está invalidada por el sufrimiento; vienen porque
sufren, no para hacer una experiencia intelectual. El psicoanálisis no
es un lugar de meditación, consuelo para el pensamiento; al contrario,
es una relación eminentemente afectiva, incluso apasionada, donde
aquello que domina es el amor, la frustración, algunas veces el odio,
y siempre lo inesperado. Es una relación hecha de emociones porque
es con la emoción que, analista y paciente, tendrán la posibilidad de
comprender, en la intensidad de su intercambio, cuál es la causa del
origen de sus sufrimientos.
Seguramente, el trabajo analítico no puede avanzar sin el concurso
del pensamiento y la palabra, pero no son, ni el pensamiento, ni la
palabra, los que finalmente aliviarán al paciente del mal que le agobia.
Para que pensamiento y palabra actúen, es preciso además, que éstos
sean animados por la fuerza de la emoción. El psicoanálisis alivia, no solamente porque logra suprimir los
síntomas de una enfermedad, y a menudo, la enfermedad en sí misma,
sino sobre todo porque consigue provocar un cambio profundo de la
personalidad del paciente. En efecto, el mayor éxito de un análisis es el
de modificar la actitud del analizante de cara a su sufrimiento, de cara
a sí mismo y de cara a los demás. Para nosotros, los psicoanalistas, el ideal supremo es que el paciente
sufra menos —eso se sobreentiende—, pero fundamentalmente, que
sufra menos de manera sostenible porque habrá aprendido a conocer
mejor su sufrimiento y sobre todo a quererse mejor a sí mismo. Es un
asunto de conocimiento, pero también de amor, de autoconocimiento
y de amor propio. Me explico. Si el paciente alcanza a comprender
emocionalmente por qué sufre, veremos su sufrimiento aligerarse; si,
por el contrario, él no quiere saber nada, se crispa y se atrinchera en el
confort de un problema al cual se ha acostumbrado, entonces veremos
su sufrimiento agravarse.
En cuanto al amor propio, cuando un análisis es plenamente
eficaz, lleva al paciente a cambiar su visión de sí mismo y a amarse
diferentemente. El análisis le enseña a entrar en su mundo interior y a
descubrir una fuerza insospechada que se despierta en él, le sobrepasa,
y le dirige hacia el otro. Entrar en sí mismo, es encontrar la fuerza para
actuar fuera de sí, es hallar las ganas de ir hacia el otro. Quererse a sí
mismo después de salir de un análisis exitoso, no es pues complacerse
en un estéril amor propio, sino sentirse lo suficientemente seguro de
sí para no tener más miedo del otro. ¿Cuál otro? No el otro que me es
indiferente, sino aquél que cuenta para mí. El otro a quien yo temo y el
otro a quien yo amo. Amarse a sí mismo siendo feliz de ser ese que uno
es, conduce a librarse de ese miedo nocivo, frecuente entre nuestros
pacientes, el miedo de que el otro sea una amenaza: «Si yo lo quiero,
dirá el paciente, me va a dejar; si yo me entrego a él, va a abusar
de mí; y, si me le acerco, va a humillarme». Ese miedo insidioso,
tan presente en nuestros analizantes, representa el miedo asfixiante,
prisión imaginaria que solamente un repetitivo e incansable retorno
sobre sí mismo, operado muchas veces en el curso del tratamiento,
podrá abatir.
Aquí, yo quisiera hacerles escuchar la voz de Marguerite Yourcenar
cuando ella hace, justamente el elogio de la mirada luminosa dirigida
a sí mismo: «El verdadero lugar de nacimiento, escribe ella, es aquel en el cual uno ha dirigido, por la primera vez un vistazo inteligente a sí
mismo». En efecto, para muchos pacientes, el psicoanálisis es el primer
descubrimiento de sí, pero sobre todo —eso es lo que quiero señalar— la
primera experiencia en la cual, el descubrimiento de sí se prolonga en
un descubrimiento del otro, y más allá del otro, en un descubrimiento
de la belleza de la vida, de la belleza de las grandes y las pequeñas
cosas de la existencia. Lo importante, en psicoanálisis, no es solamente
descubrirse, conocer sus límites y amarlos, sino poder perdonarse
a sí mismo, ir sin temores hacia el otro y simplemente saborear la
oportunidad que tenemos de ser los actores y los testigos del tiempo
presente; la oportunidad, por ejemplo, que tengo en este instante de
olvidar mi cuerpo, de olvidar el mundo y de estar enteramente en el
acto de dirigirme a ustedes; y ustedes, en el acto de leerme.
Así, a la pregunta «¿El psicoanálisis puede curar?», yo respondo
afirmativamente. Desde luego, no cura a todos los pacientes, no alivia
a todos de manera completa y sin recaídas. Siempre quedará una
parte de sufrimiento que, en cualquier momento puede reactivarse, un
sufrimiento invencible inherente a la vida, necesario a la vida. Vivir sin
sufrimiento no es vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario