miércoles, 6 de octubre de 2021


Aquellos que consultan a un psicoanalista, lo hacen porque su vida, o una parte de ella, está invalidada por el sufrimiento; vienen porque sufren, no para hacer una experiencia intelectual. El psicoanálisis no es un lugar de meditación, consuelo para el pensamiento; al contrario, es una relación eminentemente afectiva, incluso apasionada, donde aquello que domina es el amor, la frustración, algunas veces el odio, y siempre lo inesperado. Es una relación hecha de emociones porque es con la emoción que, analista y paciente, tendrán la posibilidad de comprender, en la intensidad de su intercambio, cuál es la causa del origen de sus sufrimientos. Seguramente, el trabajo analítico no puede avanzar sin el concurso del pensamiento y la palabra, pero no son, ni el pensamiento, ni la palabra, los que finalmente aliviarán al paciente del mal que le agobia. Para que pensamiento y palabra actúen, es preciso además, que éstos sean animados por la fuerza de la emoción.  El psicoanálisis alivia, no solamente porque logra suprimir los síntomas de una enfermedad, y a menudo, la enfermedad en sí misma, sino sobre todo porque consigue provocar un cambio profundo de la personalidad del paciente. En efecto, el mayor éxito de un análisis es el de modificar la actitud del analizante de cara a su sufrimiento, de cara a sí mismo y de cara a los demás. Para nosotros, los psicoanalistas, el ideal supremo es que el paciente sufra menos —eso se sobreentiende—, pero fundamentalmente, que sufra menos de manera sostenible porque habrá aprendido a conocer mejor su sufrimiento y sobre todo a quererse mejor a sí mismo. Es un asunto de conocimiento, pero también de amor, de autoconocimiento y de amor propio. Me explico. Si el paciente alcanza a comprender emocionalmente por qué sufre, veremos su sufrimiento aligerarse; si, por el contrario, él no quiere saber nada, se crispa y se atrinchera en el confort de un problema al cual se ha acostumbrado, entonces veremos su sufrimiento agravarse. En cuanto al amor propio, cuando un análisis es plenamente eficaz, lleva al paciente a cambiar su visión de sí mismo y a amarse diferentemente. El análisis le enseña a entrar en su mundo interior y a descubrir una fuerza insospechada que se despierta en él, le sobrepasa, y le dirige hacia el otro. Entrar en sí mismo, es encontrar la fuerza para actuar fuera de sí, es hallar las ganas de ir hacia el otro. Quererse a sí mismo después de salir de un análisis exitoso, no es pues complacerse en un estéril amor propio, sino sentirse lo suficientemente seguro de sí para no tener más miedo del otro. ¿Cuál otro? No el otro que me es indiferente, sino aquél que cuenta para mí. El otro a quien yo temo y el otro a quien yo amo. Amarse a sí mismo siendo feliz de ser ese que uno es, conduce a librarse de ese miedo nocivo, frecuente entre nuestros pacientes, el miedo de que el otro sea una amenaza: «Si yo lo quiero, dirá el paciente, me va a dejar; si yo me entrego a él, va a abusar de mí; y, si me le acerco, va a humillarme». Ese miedo insidioso, tan presente en nuestros analizantes, representa el miedo asfixiante, prisión imaginaria que solamente un repetitivo e incansable retorno sobre sí mismo, operado muchas veces en el curso del tratamiento, podrá abatir. Aquí, yo quisiera hacerles escuchar la voz de Marguerite Yourcenar cuando ella hace, justamente el elogio de la mirada luminosa dirigida a sí mismo: «El verdadero lugar de nacimiento, escribe ella, es aquel en el cual uno ha dirigido, por la primera vez un vistazo inteligente a sí mismo». En efecto, para muchos pacientes, el psicoanálisis es el primer descubrimiento de sí, pero sobre todo —eso es lo que quiero señalar— la primera experiencia en la cual, el descubrimiento de sí se prolonga en un descubrimiento del otro, y más allá del otro, en un descubrimiento de la belleza de la vida, de la belleza de las grandes y las pequeñas cosas de la existencia. Lo importante, en psicoanálisis, no es solamente descubrirse, conocer sus límites y amarlos, sino poder perdonarse a sí mismo, ir sin temores hacia el otro y simplemente saborear la oportunidad que tenemos de ser los actores y los testigos del tiempo presente; la oportunidad, por ejemplo, que tengo en este instante de olvidar mi cuerpo, de olvidar el mundo y de estar enteramente en el acto de dirigirme a ustedes; y ustedes, en el acto de leerme. Así, a la pregunta «¿El psicoanálisis puede curar?», yo respondo afirmativamente. Desde luego, no cura a todos los pacientes, no alivia a todos de manera completa y sin recaídas. Siempre quedará una parte de sufrimiento que, en cualquier momento puede reactivarse, un sufrimiento invencible inherente a la vida, necesario a la vida. Vivir sin sufrimiento no es vivir.

 

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