El alma invencible de Mandela también le llevó hasta la victoria final. Después de los primeros siete años le suavizaron las condiciones en prisión y obtuvo una autorización para estudiar por correspondencia hasta licenciarse en Derecho por la Universidad de Londres. Su estancia en prisión lo convirtió en un símbolo mientras las presiones internacionales contra el régimen se agudizaron, sobre todo después de la masacre de Soweto, en la que hasta quinientos setenta adolescentes de raza negra fueron masacrados por protestar pacíficamente contra la obligación de recibir la educación en afrikaans, la lengua de la comunidad blanca dominante. Mientras el régimen se debilitaba, Mandela fue trasladado a otras prisiones. Al final, el gobierno presidido por el reformista Frederik Willem de Klerk impuso el sentido común y la justicia. El 11 de febrero de 1990, Mandela fue liberado. Habían sido más de nueve mil días de cautiverio. Pero la prisión no le había debilitado. Después de todo ese tiempo, Mandela se había convertido en un hombre inmensamente fuerte. Se había convertido en un hombre indestructible. Un hombre capaz de enfrentarse a cualquier situación. Un hombre capaz de transformar su entorno y traer la democracia y la reconciliación a su país. En 1993 recibió, junto con De Klerk, el premio Nobel de la Paz y, después de las primeras elecciones multirraciales, fue elegido presidente de Sudáfrica. Se había convertido en un referente moral.
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