viernes, 3 de septiembre de 2021

Gabriel Rolón

 


Lleno de todos los fantasmas de mi padre y, por ende, de los míos. Porque, a partir de nuestras conversaciones, incluso soñaba con ese sitio. Me preguntaba cómo sería estar en aquel lugar. Y, en esa procesión silente, anduve unos minutos hasta que en un momento me detuve y se me llenaron los ojos de lágrimas. Delante de mí estaba el azulejo que decía: «Lo que este pincel pinta, ni el tiempo lo ha de borrar»; y esa palabra, «borrar», escrita con una sola «erre». Esa era la falta de ortografía que él no recordaba. Y mirá qué significativo: no podía evocar que faltaba una «erre», algo que se asocia con ciertas cuestiones de mi padre y su apellido, que no expondré por respeto a él. Casi sin darme cuenta, me senté frente a ese azulejo, como lo había hecho mi papá durante toda su niñez y me puse a llorar de un modo hondo y profundo. A los pocos minutos, me fui de allí emocionado. Fue muy intensa la experiencia de comparar lo que su mente había construido de aquel lugar con lo que yo veía.

    Volvemos a lo que hablamos antes: la historia personal cara a cara con una realidad, y en este caso, en ruinas.
    De todos modos, creo que para mí toda realidad hubiese sido ruinosa. Porque no iba a coincidir con la imagen que él intentaba transmitirme y que yo había imaginado, su realidad psíquica con la mía.
    Unos meses después ocurrió algo parecido a un milagro, digo yo que no creo en los milagros. Llegó a mi casa una caja y, dentro de ella, el azulejo. La persona que se haya tomado el trabajo de quitarlo de la pared y enviármelo, me hizo el regalo más importante de mi vida. Hoy está colgado en la casa de mi madre, porque es quien tiene derecho a tenerlo. Retomando tu pregunta inicial, llego a una conclusión: escuché hablar de Psicoanálisis por primera vez a los catorce años, pero sentí lo que era ser un analista en carne propia, en carne viva, a los seis.

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