jueves, 30 de septiembre de 2021
En la época en que estudiaba la técnica de la hipnosis junto al doctor Breuer, Sigmund Freud tuvo una revelación magistral. Observó que en una de esas experiencias al hipnotizado se le daban indicaciones que debería cumplir cuando saliera del estado hipnótico con la orden de no recordar estas indicaciones. Así, por ejemplo, se le ordenaba a alguien que al despertar debería pedir un vaso de agua sin recordar esta orden. Para asombro de los presentes, la persona al salir del trance pedía un vaso de agua y al preguntársele por qué lo había hecho decía que simplemente había tenido la necesidad de hacerlo. Es decir que estaba obedeciendo a una orden que no recordaba, que había sido expulsada de su conciencia, pero que aun así, no perdía su eficacia.
Freud se preguntó, entonces, si estas órdenes inconscientes no podrían producirse en situaciones diferentes de las del experimento de laboratorio, en circunstancias cotidianas. Si no podría ser que muchas de las cosas que una persona hace fueran solamente la consecuencia de órdenes que hubiera recibido en algún momento de su vida y que, a pesar de no recordarlas, no podía dejar de cumplir.
La práctica con pacientes y el análisis de los contenidos inconscientes le fue mostrando que su hipótesis era cierta. Comprobó, como lo seguimos comprobando los analistas hoy en día con nuestros pacientes, que sin saberlo, todos llevamos mandatos que inconscientemente guían nuestros pasos, muchas veces por caminos de dolor.
Un mandato es una palabra, un gesto o un acto de otro que incorporamos y al que, inconscientemente, le damos el poder de guiar nuestras vidas.
He aquí la característica de los mandatos: nos constituyen porque nos identificamos con ellos y los incorporamos hasta hacerlos algo propio, y desde allí nos indican cómo debemos ser para satisfacer el deseo de otros y, de esa manera, nos señalan el camino a seguir.
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