miércoles, 16 de junio de 2021

 Hay una historia preciosa de un hombre que se estaba muriendo. Junto a él estaba su maestro, alguien que había actuado como su mentor durante muchos años. Gracias a sus enseñanzas, había ido progresando en sabiduría y amor. Su vida dio un vuelco en el momento en el que lo conoció, ya que vio lo que hasta ese momento le había estado velado. A pesar de que, como consecuencia de aquella transformación, el hombre había sido un benefactor para muchos otros, no lograba alejar de su corazón una tremenda tristeza que le embargaba en esos momentos finales de su vida.

    —¿Qué te ocurre? —le preguntó el maestro.
    —Maestro, me embarga una tristeza insuperable
    —¿Es acaso miedo a la muerte?
    —No, maestro, no tengo miedo a morir, porque gracias a ti he comprendido el verdadero sentido de la muerte, un verdadero renacer.
    —¿Qué es, pues, lo que te ocurre?
    —Maestro, no puedo perdonarme todo el daño que hice hasta que te conocí. Ni todo el bien que haya podido hacer estos años en los que he permanecido a tu lado pueden apartar de mi corazón las nubes de la tristeza y la amargura.
    El maestro entonces sumergió a su discípulo en un profundo sueño, en el cual aparecía un niño en medio de un museo. Aquel lugar estaba lleno de obras de excepcional valor; cuadros, esculturas, piezas de la más exquisita orfebrería. En una esquina de aquel museo había una brocha, un cubo con pintura negra y un martillo. Aquel niño pequeño se acercó, cogió la brocha y el cubo de pintura, y empezó a poner aquella negra pintura sobre los cuadros, hasta que quedaron irreconocibles. Después cogió el martillo y golpeó las esculturas hasta que quedaron completamente mutiladas. Finalmente, el niño disfrutó viendo cómo aquellas maravillosas piezas de orfebrería se rompían en mil fragmentos al caer al suelo. Entonces, el maestro sacó a su discípulo del sueño y le dijo:
    —Es cierto que el niño de tu sueño ha causado un enorme daño y, sin embargo, el daño no ha sido causado por su maldad, sino por su ignorancia. Si puedes, por una parte, rechazar sus actos y, por otra, perdonarle por su ignorancia, ¿por qué no haces eso mismo contigo?
    En aquel momento, el discípulo comprendió y, al perdonarse a sí mismo, encontró por fin la paz interior..

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