martes, 4 de mayo de 2021


 Soy un cuentacuentos y sigo queriendo contarles cuentos.

En los años 60 del siglo pasado, cuando estaba en el tercer curso del colegio, la escuela organizó una visita a una exposición sobre el sufrimiento. Teníamos que llorar según las órdenes de nuestro profesor. Para mostrar al profesor lo obediente que era no quise secarme las lágrimas de la cara. Al mismo tiempo, vi a unos compañeros de clase mojarse a escondidas los dedos en la boca y pintarse dos líneas de lágrimas en la cara. Por último, entre todos los que estaban llorando, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrí que había un compañero que no tenía ni una lágrima en su cara y que ni siquiera se tapaba el rostro con las manos para simular tristeza, sino que tenía los ojos bien abiertos y un gesto de sorpresa, como si no entendiera. Más tarde, denuncié este suceso al profesor y por esta razón nuestro colegio decidió ponerle oficialmente un punto negativo y una advertencia. Muchos años después, cuando le confesé a mi profesor la pesadumbre que me causaba este acontecimiento, me consoló diciendo que más de una docena de alumnos fueron a quejarse también. Este compañero falleció hace unos diez años, pero cada vez que recuerdo esta anécdota, me siento muy apenado. Aprendí una gran lección con este asunto: aunque todo el mundo llore, debemos permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que fingen sus lágrimas entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que no lloran.

Tengo otro cuento para ustedes: Hace más de treinta años trabajaba en el ejército. Una noche, cuando estaba leyendo un libro en la oficina, entró un viejo oficial, echó un vistazo al asiento enfrente de mí y susurró para sí: “Bien, aquí no hay nadie”. Me levanté inmediatamente y me atreví a gritarle: “¿No has visto que estoy aquí?”. Aquel viejo oficial se enfureció y su cara se puso roja, yéndose avergonzado. Me sentí muy satisfecho durante mucho tiempo, me consideraba una persona valiente; sin embargo, después de muchos años, sentí un profundo arrepentimiento.

Permítanme contarles el último cuento que me contó mi abuelo hace muchos años: Hubo ocho albañiles que salieron de su pueblo natal para buscar trabajo. Para resguardarse de la tormenta que estaba a punto de caer, todos entraron en un templo en ruinas. Los truenos se sucedían, los relámpagos iluminaban el oscuro cielo, unos extraños sonidos penetraban por la puerta del templo y parecían los rugidos de un dragón. Todos estaban muertos de miedo, y sus rostros se habían vuelto pálidos. Uno de ellos comentó: “Es señal de castigo celestial. Entre nosotros debe haber alguien que ha hecho algo malvado. ¿Quién es ese maldito? Sal ahora mismo. Sal para recibir tu condena celestial y para no extender la mala suerte entre nosotros”. Obviamente, nadie quería salir fuera. Otro propuso: “Como nadie de nosotros quiere salir, arrojaremos nuestros sombreros de paja fuera y el que no vuelva significará que su dueño es la persona de la que estamos hablando. Entonces, le pediremos que se vaya”. Todos asintieron y lanzaron sus sombreros afuera. Solo un sombrero quedó en el exterior y los demás volvieron dentro. Los siete albañiles querían echar del templo a la persona cuyo sombrero había quedado fuera. El chico se negó a aceptar esa decisión. En ese momento, los siete jóvenes le cogieron y le expulsaron a la fuerza. Supongo que a estas alturas ya habrán adivinado el final del cuento: En el mismo instante en que le expulsaron el templo se hundió y los siete chicos murieron.

Soy un cuentacuentos.

Me han dado el Premio Nobel por mis cuentos.

Después de haber sido premiado han ocurrido muchas anécdotas maravillosas que serán parte de mis próximos cuentos y que me hacen creer en la existencia de la justicia y la verdad.

En el futuro seguiré contando cuentos.

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