En algún lugar del mundo debe existir alguien que nunca ha experimentado el sufrimiento. Yo no lo conozco, y sospecho que ningún lector de este libro puede afirmar haberlo hecho. La experiencia universal humana ha provocado que muchos cuestionen la existencia de un Dios amoroso. Como lo expresa C. S. Lewis en El problema del dolor, el argumento va así: «Si Dios fuera bueno, desearía hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, podría hacer lo que quisiera. Pero las criaturas no son felices. Por lo tanto, Dios carece de bondad, o de poder, o de ambos». 8 Existen varias respuestas a este dilema, algunas más fáciles de aceptar que otras. En primer lugar, reconozcamos que una gran parte de nuestro sufrimiento y el de nuestro prójimo es causada por lo que nos hacemos entre nosotros. Es la humanidad, no Dios, la que ha inventado cuchillos, flechas, armas, bombas, y toda forma de instrumento de tortura usado a lo largo de los tiempos. La tragedia de un niño atropellado por un conductor ebrio, o de un hombre inocente que muere en el campo de batalla, o de una niña muerta por una bala perdida en un barrio infestado de crímenes en una ciudad moderna, difícilmente se pueden atribuir a Dios. Después de todo, de alguna forma hemos recibido el libre albedrío, la capacidad de hacer lo que queramos. Usamos esta capacidad con frecuencia para desobedecer la ley moral. Y entonces, cuando lo hacemos, no deberíamos culpar a Dios por las consecuencias. ¿Debería Dios restringir nuestra libertad para evitar esta clase de conducta maléfica? Esa línea de pensamiento pronto se enfrenta al dilema del cual no existe salida racional. Nuevamente, Lewis lo expone claramente: «Si uno elige decir ‘Dios puede darle libre albedrío a una criatura y a la vez retenerle la libertad’, no hemos dicho nada sobre Dios: la combinación sin sentido de palabras no adquiere significado repentinamente porque le agreguemos las otras dos palabras ‘Dios puede’. Lo absurdo sigue siendo absurdo, incluso si lo decimos respecto a Dios»
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