lunes, 26 de abril de 2021

 


Sobre estos y otros temas conversé largamente con Cioran, una tarde de 1989. Años atrás me habían llegado noticias del deseo que él tenía de conocerme; insistencia que interpreté como mensajes crípticos, reiterados en distintas oportunidades. Combinamos una cita en su casa de la calle Odeón, a pocos pasos de mi hotel en el Boulevard Saint-Germain. Me costó disuadir su insistente ofrecimiento de esperarme en la entrada, por temor a que yo me perdiera; lo que me corroboró una vez más su auténtico deseo de verme. Al cabo de unos minutos llegué a su casa, uno de aquellos viejos edificios franceses; y luego de subir los seis pisos a pie, me detuve frente a la puerta de madera donde había colocado, en el lugar reservado para las chambres de bonnes, un cartel que decía Ici Cioran. Contrariamente a lo que muchos presuponen y a lo que yo mismo pensaba, me sorprendió aquel hombre amable, menudo y apesadumbrado, predicador de un nihilismo que no coincidía con él. Más bien era un gran pesimista, por momentos subyugado por un otro, escéptico y descreído. Pero siempre con una sonrisa. En ningún momento un huraño indiferente, por el contrario, uno de esos hombres solidarios con la “desventurada muchedumbre”, cómo dijera Mallarmé, en búsqueda de alguien que exprese su desazón y su tormento. Quizá podamos referir a él la frase de Strimberg: “No detesto a los hombres, tengo miedo de ellos”. Conversamos fraternalmente durante más de cuatro horas, hasta que debí retirarme porque en un café no muy lejano me esperaba mi amigo Severo Sarduy. Descubrí en Cioran la coherencia de un hombre auténtico, y compartimos pensamientos de notable similitud. Como la necesidad de desmitificar un racionalismo que sólo nos ha traído la miseria y los totalitarismos. Como también la imbecilidad de los que creen en el progreso y en el avance de la civilización. “Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad del Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, así como también a la desaparición de la religión sobre la tierra.” Palabras de un filósofo cuya lucidez era producto de sus perplejidades y de su tormento. Tengo la convicción de que su dolor metafísico se habría aliviado si hubiese podido escribir ficciones, por su carácter catártico, y porque los graves problemas de la condición humana no son aptos para la coherencia, sino únicamente accesibles a esa expresión mitopoética, contradictoria y paradojal, como nuestra existencia. “En la tristeza todo se vuelve alma”, dice en uno de sus ensayos que tanto han ayudado a desenmascarar la frivolidad y las sonrisas hipócritas de estos tiempos.

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