Había otra cama en la pecera. La ocupaba una niña unos dos años mayor que yo. Se veía muy frágil y tenía la piel tan blanca que parecía translúcida. Me hacía pensar en un ángel sin alas, un pequeño ángel de porcelana. Nadie la iba a visitar jamás. La niña alternaba momentos de consciencia e inconsciencia, así que nunca llegamos a hablar. Pero nos sentíamos muy a gusto juntas, relajadas y en confianza; nos mirábamos a los ojos durante períodos de tiempo inconmensurables. Era nuestra manera de comunicarnos; teníamos largas e interesantes conversaciones sin emitir el menor sonido. Constituía una simple transmisión de pensamientos. Lo único que teníamos que hacer era abrir los ojos y comenzar la comunicación. Dios mío, cuánto había que decir. Un día, poco antes de que mi enfermedad diera un giro drástico, me desperté de un sopor poblado de sueños y al abrir los ojos vi que mi compañera de cuarto me estaba esperando con la vista fija en mí. Entonces tuvimos una conversación muy hermosa, conmovedora y osada. Mi amiguita de porcelana me dijo que esa noche, de madrugada, se marcharía. Yo me preocupé. - No pasa nada —me dijo—. Hay ángeles esperándome. Esa noche noté que se removía más de lo habitual. Cuando traté de atraer su atención, continuó mirando como sin verme, o tal vez mirando a través de mí. - Es importante que sigas luchando —me explicó—. Vas a mejorar. Vas a volver a tu casa con tu familia. Yo me alegré, pero repentinamente me sentí angustiada. - ¿Y tú? —le pregunté. Me dijo que su verdadera familia estaba "al otro lado", y me aseguró que no había de qué preocuparse. Nos sonreímos y volvimos a dormirnos. Yo no sentía ningún temor por el viaje que mi amiga iba a emprender. Ella tampoco. Me parecía algo tan natural como que el sol se ponga por la noche y sea reemplazado por la luna. A la mañana siguiente vi que la cama de mi amiga estaba desocupada. Ninguno de los médicos ni enfermeras hizo el menor comentario sobre su partida, pero en mi interior yo sonreí, sabiendo que antes de marcharse había confiado en mí. Tal vez yo sabía más que ellos. Desde luego nunca he olvidado a mi amiguita que aparentemente murió sola pero que, estoy segura, estaba atendida por personas de otra dimensión. Sabía que se había marchado a un lugar mejor.
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