lunes, 5 de abril de 2021

 


Como recuerda Jeremy Seabrook, el secreto de nuestra sociedad reside en «el desarrollo de un sentido subjetivo de insuficiencia creado en forma artificial», ya que «nada puede ser más amenazante» para los principios fundacionales de la sociedad que «la gente se declare satisfecha con lo que tiene». Las posesiones de cada uno quedan denigradas, minimizadas y empequeñecidas al exhibirse en forma ostentosa y agresiva el desmedido consumo de los ricos: «Los ricos se transforman en objetos de adoración universal».
    Recordemos que los ricos, los individuos que antes se ponían como modelo de héroes personales para la adoración universal, eran self-made men [hombres que habían triunfado por su propio esfuerzo], cuya vida era ejemplo vivo del resultado de adherirse a la ética del trabajo. Ahora ya no es así. Ahora, el objeto de adoración es la riqueza misma, la riqueza como garantía de un estilo de vida lo más extravagante y desmesurado posible. Lo que importa ahora es lo que uno pueda hacer, no lo que deba hacerse ni lo que se haya hecho. En los ricos se adora su extraordinaria capacidad de elegir el contenido de su vida (el lugar donde viven, la pareja con quien conviven) y de cambiarlo a voluntad y sin esfuerzo alguno. Nunca alcanzan puntos sin retorno, sus reencarnaciones no parecen tener fin, su futuro es siempre más estimulante que su pasado y mucho más rico en contenido. Por último —aunque no por ello menos importante—, lo único que parece importarles a los ricos es la amplitud de perspectivas que su fortuna les ofrece. Esa gente sí está guiada por la estética del consumo; es su dominio de esa estética —no su obediencia a la ética del trabajo o su éxito financiero, sino su refinado conocimiento de la vida— lo que constituye la base de su grandeza y les da derecho a la universal admiración.
    «Los pobres no habitan una cultura aparte de la de los ricos —señala Seabrook—; deben vivir en el mismo mundo, ideado para beneficio de los que tienen dinero. Y su pobreza se agrava con el crecimiento económico de la sociedad y se intensifica también con la recesión y el estancamiento».
    En primer lugar, señalemos que el concepto de «crecimiento económico», en cualquiera de sus acepciones actuales, va siempre unido al reemplazo de puestos de trabajo estables por «mano de obra flexible», a la sustitución de la seguridad laboral por «contratos renovables», empleos temporales y contrataciones incidentales de mano de obra; y a reducciones de personal, reestructuraciones y «racionalización»: todo ello se reduce a la disminución de los empleos. Nada pone de manifiesto esta relación de forma más espectacular que el hecho de que la Gran Bretaña posterior a Thatcher —aclamada como el «éxito económico» más asombroso del mundo occidental, dirigida por la más ferviente precursora y defensora de aquellos «factores de crecimiento»— sea también el país que ostente la pobreza más abyecta entre las naciones ricas del globo. El último Informe sobre Desarrollo Humano , editado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, revela que los pobres británicos son más pobres que los de cualquier otro país occidental u occidentalizado. En Gran Bretaña, alrededor de una cuarta parte de los ancianos viven en la pobreza, lo que equivale a cinco veces más que en Italia, «acosada por problemas económicos», y tres veces más que en la «atrasada» Irlanda. Un quinto de los niños británicos sufren la pobreza: el doble que en Taiwán o en Italia, y seis veces más que en Finlandia. En total, «la proporción de gente que padece “pobreza de ingresos” creció aproximadamente un 60% bajo el gobierno [de la Sra. Thatcher [30] ]».
    En segundo lugar, a medida que los pobres se hacen más pobres, los ricos —dechados de virtudes para la sociedad de consumo— se vuelven más ricos todavía. Mientras la quinta parte más pobre de Gran Bretaña —el país del «milagro económico» más reciente— puede comprar menos que sus pares en cualquier otro país occidental de importancia, la quinta parte más rica se cuenta entre la gente más acaudalada de Europa y disfruta de un poder de compra similar al de la legendaria élite japonesa. Cuanto más pobres son los pobres, más altos y caprichosos son los modelos puestos ante sus ojos: hay que adorarlos, envidiarlos, aspirar a imitarlos. Y el «sentimiento subjetivo de insuficiencia», con todo el dolor del estigma y la humillación que acarrea, se agrava ante una doble presión: la caída del estándar de vida y el aumento de la carencia relativa, ambos reforzados por el crecimiento económico en su forma actual: desprovisto de regulación alguna, entregado al más salvaje laissez-faire .
    El cielo, último límite para los sueños del consumidor, está cada vez más lejos; y las magníficas máquinas voladoras, en otro tiempo diseñadas y financiadas por los gobiernos para subir al hombre hasta el cielo, se quedaron sin combustible y fueron arrojadas a los desarmaderos de las políticas «discontinuadas». O son finalmente recicladas, para hacer con ellas patrulleros policiales.

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