viernes, 16 de abril de 2021


 Como dice un refrán chino: Es fácil cambiar de dinastía, es difícil modificar la personalidad y aunque mis padres me habían educado con mucho cuidado, no consiguieron cambiar el hecho de que a mí me gustara hablar. Esto le había dado un sentido irónico a mi nombre Mo Yan que significa “no hables”.

No pude terminar el colegio y tuve que abandonarlo porque, cuando era niño, mi estado de salud era muy delicado; no podía hacer muchos esfuerzos sino tan solo apacentar el rebaño que teníamos en un prado abandonado. Cuando guiaba a los bóvidos hacia el prado y pasábamos por la puerta de mi escuela, veía a mis compañeros de clase jugando y estudiando y me sentía muy solo y desdichado. A partir de aquel momento tuve conciencia del dolor que se le puede ocasionar a una persona, incluso a un niño, cuando se le aparta de la comunidad en la que vive.

En el prado solté al ganado y lo dejé pacer por su cuenta. Bajo el cielo de un color azul tan intenso que parecía un océano inacabable, en ese prado verde tan vasto que no se veían sus límites en ninguna dirección, no había nadie excepto yo y no se podía oír a nadie excepto el piar de los pájaros. Me sentía muy aislado, muy solo, como si mi espíritu se hubiese escapado y sólo me quedara un cuerpo vacío. A veces me tumbaba en el prado viendo las nubes que flotaban vagamente y muchas imágenes irreales y sin sentido venían a mi cabeza. En mi pueblo se difundían unos cuentos sobre los zorros milenarios que podían convertirse en mujeres hermosas. Por eso imaginaba que a lo mejor una de esas hermosas mujeres en la que se había convertido un zorro vendría y me acompañaría mientras cuidaba al ganado, pero ella nunca apareció. Sin embargo hubo una vez que vi un zorro de un llamativo color rojo saltando del arbusto que tenía frente a mí. Me caí al suelo a causa del susto. Enseguida desapareció, pero yo me quedé allí sentado y temblando durante bastante tiempo. A veces me sentaba en cuclillas al lado de un toro para observar sus ojos de color azul celeste y mi reflejo en su ojo. A veces imitaba el piar de los pájaros e intentaba comunicarme con ellos; a veces le confiaba los secretos de mi corazón a un árbol. Sin embargo, los pájaros no me hicieron caso, ni los árboles. Muchos años después, cuando me hice escritor, incluí en mis novelas todas las fantasías que tenía durante mi pubertad. Mucha gente elogió mi capacidad de imaginación. Unos aficionados a la literatura me preguntaron el secreto para tener tanta. Entonces sólo pude contestarles con una amarga sonrisa.

Como lo que dice nuestro sabio antepasado Laozi: “En la felicidad es donde se esconde la desgracia; en la desgracia es donde habita la felicidad”. Durante mi adolescencia padecí bastantes sufrimientos, como tener que abandonar el colegio, la hambruna, la soledad y la falta de libros. Sin embargo, hice lo que hizo Congwen Shen, un gran escritor de la generación anterior: leer lo antes posible sobre la sociedad y la vida que conjuntamente forman un gran libro invisible. Lo que les comentaba al principio de ir al mercado a escuchar cuentos es la primera página del libro de mi vida.

Después de abandonar el colegio, me exilié entre los adultos y empecé un largo periodo de leer con las orejas. Hace doscientos años, en mi provincia natal, vivía un cuentacuentos que era un genio: El señor Songling Pu. Muchos de mi pueblo, incluido yo mismo, somos sus herederos. En el campo de la comunidad, en la granja de la brigada de producción, en la cama de mis abuelos, en el tembloroso carro tirado por el buey, había escuchado muchos cuentos sobre fantasmas y duendes, muchas leyendas históricas, anécdotas interesantes que estaban estrechamente vinculadas con la naturaleza local y la historia familiar, y me habían producido una clara sensación de realidad.

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