sábado, 3 de abril de 2021

Bertrand Russell


 Hay personas que son incapaces de sobrellevar con paciencia 

los pequeños contratiempos que constituyen, si se lo permiti-

mos, una parte muy grande de la vida. Se enfurecen cuando 

pierden un tren, sufren ataques de rabia si la comida está mal 

cocinada, se hunden en la desesperación si la chimenea no 

tira bien y claman venganza contra todo el sistema industrial 

cuando la ropa tarda en llegar de la lavandería. Con la energía 

que estas personas gastan en problemas triviales, si se em-

pleara bien, se podrían hacer y deshacer imperios. El sabio no 

se fija en el polvo que la sirvienta no ha limpiado, en la patata 

que el cocinero no ha cocido, ni en el hollín que el desholli-

nador no ha deshollinado. No quiero decir que no tome medi-

das para remediar estas cuestiones, si tiene tiempo para ello; 

lo que digo es que se enfrenta a ellas sin emoción. La preocu-

pación, la impaciencia y la irritación son emociones que no 

sirven para nada. Los que las sienten con mucha fuerza pue-

den decir que son incapaces de dominarlas, y no estoy seguro 

de que se puedan dominar si no es con esa resignación fun-

damental de que hablábamos antes. Ese mismo tipo de con-

centración en grandes proyectos no personales, que permite 

sobrellevar el fracaso personal en el trabajo o los problemas 

de un matrimonio desdichado, sirve también para ser paciente 

cuando perdemos un tren o se nos cae el paraguas en el barro. 

Si uno tiene un carácter irritable, no creo que pueda curarse 

de ningún otro modo. 

 El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupa-

ciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando 

estaba perpetuamente irritado. Las idiosincrasias personales 

de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora pare-

cen simplemente graciosas. Si Fulano está contando por tres-

cientas cuarenta y siete vez la anécdota del obispo de la Tie-

rra del Fuego, se divertirá tomando nota de la cifra y no inten-

tará en vano acallarle con una anécdota propia. Si se le rompe 

el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar 

el tren de la mañana, pensará, después de soltar los tacos per-

tinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada im-

portancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le 

interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a 

una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido 

desastres semejantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo 

sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para 

consolarse de los pequeños contratiempos mediante extrañas 

analogías y curiosos paralelismos. Yo creo que toda persona 

civilizada, hombre o mujer, tiene una imagen de sí misma y 

se molesta cuando ocurre algo que parece estropear esa ima-

gen. El mejor remedio consiste en no tener una sola imagen, 

sino toda una galería, y seleccionar la más adecuada para el 

incidente en cuestión. Si algunos de los retratos son un poco 

ridículos, tanto mejor; no es prudente verse todo el tiempo 

como un héroe de tragedia clásica. Tampoco recomiendo que 

uno se vea siempre a sí mismo como un payaso de comedia, 

porque los que hacen esto resultan aún más irritantes; se ne-

cesita un poco de tacto para elegir un papel adecuado a la si-

tuación. Por supuesto, si uno es capaz de olvidarse de sí mis-

mo y no representar ningún papel, me parece admirable. Pero 

si estamos acostumbrados a representar papeles, más vale 

hacerse un repertorio para así evitar la monotonía. 

 Muchas personas activas opinan que la más mínima pizca de 

resignación, la más ligera chispa de humor, destruirían la 

energía con que hacen su trabajo y la determinación gracias a 

la cual —según creen ellos— consiguen sus éxitos. En mi 

opinión, están equivocadas. Los trabajos que valen la pena 

pueden hacerlos también personas que no se engañen respec-

to a su importancia ni a la facilidad con que se pueden hacer. 

Los que necesitan engañarse a sí mismos para hacer su traba-

jo deberían hacer un cursillo previo para aprender a afrontar 

la verdad antes de continuar con su carrera, porque tarde o 

temprano la necesidad de apoyarse en mitos hará que su tra-

bajo se vuelva perjudicial en vez de ser beneficioso. Mejor es 

no hacer nada que hacer daño. El tiempo dedicado a aprender 

a apreciar los hechos no es tiempo perdido, y el trabajo que se 

haga después tendrá menos probabilidades de resultar perju-

dicial que el trabajo que hacen los que necesitan inflar cons-

tantemente su ego para estimular su energía. Se necesita cier-

ta resignación para atreverse a afrontar la verdad sobre uno 

mismo; este tipo de resignación puede causar dolor en los 

primeros momentos, pero a largo plazo protege —de hecho, 

es la única protección posible— contra las decepciones y de-

silusiones a que se expone quien se engaña a sí mismo. A la 

larga, no hay nada tan fatigoso y tan exasperante como esfor-

zarse día tras día en creer cosas que cada día resultan más 

increíbles. Librarse de ese esfuerzo es una condición indis-

pensable para la felicidad segura y duradera. 

  


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