jueves, 4 de marzo de 2021

 


—¿Te quieres matar? No era el primero. Tomó entre sus manos la de Clappique, que estaba apoyada sobre la mesa, y se la besó, con un ademán torpe y casi maternal. —Es una lástima... —¿Y quieres subir? Había oído decir que aquel deseo se les presentaba algunas veces a los hombres antes de la muerte. Pero no se atrevía a levantarse la primera: hubiera creído que le hacía su suicidio más cercano. Había conservado la mano entre las suyas. Aferrado a la banqueta, con las piernas cruzadas y los brazos pegados al cuerpo, como un insecto friolento, con la nariz hacia adelante, Clappique la contemplaba desde muy lejos, a pesar del contacto de los cuerpos. Aunque apenas había bebido, estaba ebrio de aquella mentira, de aquel calor, del universo ficticio que creaba. Cuando decía que iba a matarse, no se creía; pero puesto que ella lo creía, entraba en un mundo donde la verdad ya no existía. Aquello no era ni verdadero ni falso, sino vivido. Y, puesto que no existían en su pasado, que acababa de inventar, el gesto elemental y que se suponía tan próximo, en el cual se fundaban sus relaciones con aquella mujer, nada existía. El mundo había dejado de pesar sobre él. Libertado, ya no vivía más que en el universo novelesco que acababa de crear, fuerte por la unión que establece toda piedad humana ante la muerte. La sensación de embriaguez era tal, que su mano tembló. La mujer lo notó, y creyó que aquélla era la angustia.

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