«¿Por qué escribimos? Creo que cada uno tiene su propia respuesta para esa simple pregunta. Uno tiene predisposiciones, un entorno, circunstancias. Defectos, también. Si estamos escribiendo, significa que no estamos actuando. Que nos encontramos en dificultades cuando enfrentamos a la realidad y hemos elegido otra manera de reaccionar, otro camino para comunicar, una cierta distancia, un tiempo para reflexionar. Si examino las circunstancias que me llevaron a escribir —y esto no es mera autoindulgencia sino un deseo de precisión— veo con claridad que el punto de inicio para mí fue la guerra. No la guerra en el sentido del tiempo específico de un magno trastorno, donde se experimentan eventos históricos, como la campaña francesa en la batalla de Valmy, como la retrata Goethe del lado germánico o mi ancestro François por el bando de la armée révolutionnaire. Este debió ser un momento de exaltación y patetismo. No, para mí guerra es lo que los civiles experimentan, niños pequeños primero y todos los demás. Ni una sola vez la guerra ha sido para mí un momento histórico. Estábamos hambrientos, estábamos temerosos, teníamos frío, y eso es todo. Recuerdo haber visto a las tropas del Mariscal Rommel pasando por mi ventana en camino a los Alpes, buscando un pasaje hacia el norte de Italia y Austria. No tengo un recuerdo particularmente vívido de tal evento. Recuerdo, sin embargo, que durante los años siguientes a la guerra carecíamos de todo, particularmente libros y materiales para escribir. A falta de papel y tinta, realicé mis primeros textos y dibujos en la contraportada de los libros usando un lápiz bicolor, rojo y azul. Esto me dejó una cierta preferencia por el papel rugoso y los lápices ordinarios. A falta de libros para niños, leía los diccionarios de mi abuela. Eran como un maravilloso portón, a través del cual me embarqué en el descubrimiento del mundo, me extravié y soñé despierto mientras miraba las láminas ilustradas y los mapas y las listas de palabras poco familiares. El primer libro que escribí, a la edad de 6 o 7 años, se tituló, más o menos, Le Globe à mariner. Inmediatamente después escribí la biografía de un imaginario monarca llamado Daniel III —¿podría haber sido sueco?— y un relato contado por una gaviota. Era un tiempo de reclusión. A los chicos apenas se les permitía salir de casa a jugar, porque en los jardines y descampados alrededor de la casa de la abuela aún había minas enterradas. Recuerdo que un día, mientras caminaba a la orilla del mar, llegué a un terreno cercado por alambre de púas: en la entrada había un aviso en alemán y francés que amenazaba a los intrusos y estaba rematado con un cráneo para dejar el mensaje perfectamente claro. Es fácil entender, en ese contexto, el deseo de escapar —y de ahí, el deseo de soñar y de poner esos sueños en la escritura. Mi abuela materna, sin embargo, era una gran contadora de historias, y se sentaba durante las largas tardes a contar sus historias. Éstas eran siempre muy imaginativas y su escenario eran los bosques —quizás en África o en Mauritius, la isla de los Macabeos— donde el personaje principal era un mono que tenía mucho talento para las travesuras y cuyas inquietudes siempre lo llevaban a las más peligrosas aventuras. Después, viajaría a África y pasaría tiempo allí, para descubrir el verdadero bosque, uno donde casi no había animales. Pero un oficial de distrito en la villa de Obudu, cerca de la frontera con Camerún, me enseñó cómo escuchar el tamborileo de los gorilas en una pradera cercana, provocado al golpear sus pechos. Y de esa jornada, y el tiempo que pasé allí (en Nigeria, donde mi padre era doctor extramuros) no sería la sustancia que rescataría para futuras novelas, pero sí el nacimiento de una segunda personalidad, un ensoñador que estaba fascinado con la realidad al mismo tiempo, y esta personalidad ha estado conmigo durante toda mi vida desde entonces —y ha constituido una dimensión contradictoria, una extranjería dentro de mí mismo que ha sido a veces fuente de sufrimiento. Dada la lentitud de la vida, me ha tomado la mejor parte de mi existencia el entender la importancia de esta contradicción. Los libros entraron en mi vida en un periodo posterior. Cuando la herencia de mi padre fue dividida, luego de que fuera expulsado de la casa familiar en Moka, Mauritius, él arregló que se instalaran varias bibliotecas con los libros que le quedaron. Fue entonces cuando comprendí una verdad que de inmediato no es aparente para los niños: que los libros son un tesoro más preciado que cualquier propiedad o cuenta de banco. Fue en esos volúmenes —muchos de ellos antiguos tomos encuadernados— que descubrí las grandes obras de la literatura universal: Don Quijote, ilustrado por Tony Johannot; La vida de Lazarillo de Tormes; las Leyendas Ingoldsby; Gulliver’s Travels; las grandiosas e inspiradas novelas Quatre-Vingt-Treize, Les Travailleurs de la Mer y L’Homme qui Rit. Así también Les Contes Drôlatiques, de Balzac. Pero los libros que tuvieron mayor impacto en mí fueron las antologías de cuentos de viajeros, la mayoría de ellos dedicados a India, África y las islas Mascarene, o las grandes historias de exploración de Dumon d’Urville o Abbé Rochon, así como Bougainville, Cook, y desde luego los viajes de Marco Polo. En la mediocre vida de una pequeña provincia dormitando por el sol, después de todos esos años de libertad en África, esos libros me otorgaron el sabor de la aventura, la sensación de vastedad del mundo real, significados para explorar por medio del instinto y sentidos más allá del conocimiento. En cierto modo, también, esos libros me dieron, a muy temprana edad, la advertencia de la contradictoria naturaleza de la existencia de un niño: un niño puede aferrarse a un santuario, un lugar para olvidar la violencia y competitividad, y a la vez encontrar placer al contemplar tras la ventanilla el mundo exterior en su devenir. Hace poco recibí —para mí, algo sorprendente— la noticia de que la Academia Sueca me premiaba con esta distinción. Estaba releyendo un pequeño libro de Stig Dagerman al que le tengo particular aprecio: una colección de ensayos políticos titulado Essäer Och Texter. No era pura casualidad que yo estuviera releyendo este agridulce, abrasivo libro. Me preparaba para un viaje a Suecia para recibir el premio que la Asociación de Amigos de Stig Dagerman me otorgaría el verano previo, para visitar los lugares en los que había estado el escritor cuando niño. Siempre he sido particularmente receptivo a la escritura de Dagerman, a la manera en que él combina una ternura casi infantil con cierta ingenuidad y sarcasmo. Y por su idealismo. Por la clara contemplación con la que juzga su problemática era de post guerra —la de sus años de madurez, la de mis primeros años. Una frase en particular captó mi atención, como si hubiese estado dirigida a mí desde siempre, por la que publiqué una novela titulada Ritournelle de la Faim. Esa frase, o el pasaje, es como sigue: “Cómo es posible por una parte, por ejemplo, comportarse como si nada en la Tierra fuera más importante que la literatura, y por otra parte darse cuenta de que la gente sólo quiere vencer al hambre y que necesariamente consideraran que la cosa más importante es lo que puedan conseguir al final del mes. Debido a esto es que él (el escritor) se confronta con una paradoja: mientras lo que él quiere es escribir para aquellos que pasan hambre, luego descubre que sólo aquellos que tienen los recursos para comer son los que notarán su existencia” (The Writer and Consciousness). Este “bosque de paradojas”, como lo llamó Stig Dagerman, es precisamente el numen de la escritura, el lugar desde el que el artista no debe intentar escapar: al contrario, él o ella debe desplegarlo en orden de examinar cada detalle, explorar cada rincón, nombrar cada árbol. No es siempre una estancia agradable. Él piensa que ha encontrado un refugio, ella confiesa en sus páginas como si fuera una cerca, indulgente amiga; pero ahora estos escritores se confrontan con la realidad, no precisamente como observadores, sino como actores. Ellos deben elegir bandos, establecer su distancia. Cicerón, Rabelais, Condorcet, Rousseau, Madame de Staël, o, más recientemente, Solzhenitsyn o Hwang Sok-yong, Abedalitif Laâbi o Milan Kundera: todos fueron obligados a seguir la senda del exilio. Para algunos como yo que siempre han —excepto durante breve tiempo de guerra— disfrutado libertad de movimiento, la idea de que uno se ve impedido de vivir donde uno ha elegido, es tan inadmisible como perder la libertad. Pero el privilegio de la libertad de movimiento resulta una paradoja. Observemos, por un momento, al árbol con sus filosas espinas que está en el corazón del bosque donde vive el escritor: este hombre, esta mujer, ocupados escribiendo, inventando sus sueños —¿no pertenecen ellos a una afortunada, exclusiva y feliz minoría? Tomemos una pausa e imaginémoslos en una extrema, terrible situación —como aquella en que se encuentra una vasta mayoría de gente en nuestro planeta. Una situación en la que, tiempo atrás, en el tiempo de Aristóteles o Tolstoi, era compartida por aquellos que no tenían status —siervos, sirvientes, villanos en la Europa de la Edad Media, o aquellos que durante el Iluminismo fueron llevados a la costa de África, vendidos en Gorée o El Mina o Zanzíbar. E incluso hoy, mientras les hablo, existen quienes no tienen libertad de expresión, que están en el otro lado del lenguaje. Me he contagiado de las reflexiones pesimistas de Dagerman, más que de la militancia gramsciana, o de la desilusionada apuesta sartreana. La idea de que la literatura es un lujo de la clase dominante, alimentando ideas e imágenes que continúan siendo extrañas para una vasta mayoría: esa es la fuente del malestar que cada uno de nosotros siente —porque me dirijo a aquellos que leen, a los que escriben. Desde luego, uno quisiera difundir la palabra a todos aquellos que han sido excluidos, invitarlos de manera magnánima al gran banquete de la cultura. ¿Por qué es esto tan difícil? Comunidades sin escritura, como los antropólogos gustan llamarles, han triunfado al inventar otras formas de comunicación, a través de la canción y el mito. ¿Por qué esto se ha vuelto imposible para nuestras sociedades industrializadas, en esta hora presente? ¿Debemos reinventar la cultura? ¿Debemos regresar a una inmediata, directa forma de comunicación? Es tentador creer que la cinematografía satisface esa necesidad en nuestro tiempo, o la música popular con sus ritmos y rimas, sus ecos de danza. O el jazz y, en otros climas, el calipso, el maloya, el segá. La paradoja no es nueva. François Rabelais, el más grande escritor en lengua francesa, hace tiempo combatió sin tregua contra la pedantería de los escolares de la Sorbona, burlándose de ellos en su cara con palabras extraídas de la lengua común. ¿Estaba él hablando por todos los hambrientos? Exceso, intoxicación, banquete. Él puso en palabras el extraordinario apetito de aquellos que devoran la demacración de campesinos y obreros, sólo lo suficiente para una mascarada, para poner el mundo al revés. La paradoja de la revolución, como la épica cabalgata del caballero enfadado, vive en la consciencia del escritor. Si hay una virtud que la pluma del escritor debe tener siempre, esta es que nunca debe ser usada para alabar al poderoso, ni siquiera con el más imperceptible garabato. Y sólo porque el artista observa esta conducta virtuosa no quiere decir que esté fuera de sospecha. Su rebelión, rechazo e imprecaciones sólo corresponden a un lado de la barrera, el lado del lenguaje del poder. Unas cuantas palabras, unas cuantas frases podrían haber escapado. ¿Pero el resto? Un largo palimpsesto, un elegante y distante tiempo para postergar. Y hay algo de humor, algunas veces, que no es la forma educada de los resignados, sino la resignación de aquellos que conocen muy bien sus imperfecciones. Humor es la costa donde el tumultuoso afluente de la injusticia los ha abandonado. ¿Por qué escribir entonces? De un tiempo para acá, los escritores han dejado de lado la presunción de creer que pueden cambiar el mundo, cosa que harán a través de sus historias y novelas, germinando un buen ejemplo de cómo debería ser la vida. Sencillamente, quieren respaldar su testimonio. Ese es otro árbol en el bosque de las paradojas. El escritor quiere respaldar su testimonio cuando, de hecho, no es nada más que un simple voyeur. Y luego hay artistas que se convierten en testigos: Dante en La Divina Commedia, Shakespeare en The Tempest —y Aimé Césaire en su magnífica adaptación de dicha obra, titulada Une Tempête, en la que Calibán, sentado sobre un barril de pólvora, trata de volarse a sí mismo y llevarse a su despreciado amo consigo. También están esos testigos que son imponderables, como Euclides da Cunha en Os Sertões, o Primo Levi. Vemos lo absurdo del mundo en Der Prozess (o en las películas de Charlie Chaplin); su imperfección en La Niassance du Jour, de Colette; su fantasmagoría en la balada irlandesa que Joyce creó en Finnegan’s Wake. Esa belleza resplandece, brillante e irresistible en The Snow Leopard de Peter Matthiessen o en A Sand Country Almanac, de Aldo Leopold. Su inmundicia en Sanctuary de William Faulkner o en First Snow de Lao She. Su fragilidad infantil en Ormen (The Snake), de Dagerman. El mejor escritor como testigo es aquel que se convierte en testigo a pesar de sí mismo, a regañadientes. La paradoja consiste en que no podrá apoyar el testimonio de lo que ha visto, incluso de lo que ha inventado. Amargura, incluso desesperanza puede surgir debido a que él no puede estar presente cuando se formule la acusación. Tolstoi puede mostrarnos el sufrimiento que el ejército de Napoleón infligió al pueblo ruso, pero al final nada cambia del curso de la historia. Claire de Duras escribió Ourika, y Harriet Beecher Stow escribió Uncle Tom’s Cabin. Pero fueron los propios esclavos quienes cambiaron el curso de su destino, quienes se rebelaron y pelearon contra la injusticia creando una resistencia granate en Brasil, Guyana Francesa y en las Indias Occidentales, así como la primera república negra en Haití. Actuar: eso es lo que el escritor quisiera ser capaz de hacer, sobre todas las cosas. Actuar, en lugar de ofrecer testimonio. Escribir, imaginar y soñar de tal manera que sus palabras e invenciones y sueños tuvieran un impacto sobre la realidad, cambiaran las ideas y corazones de las personas, los prepararan para un mundo mejor. Y entonces, en el momento preciso, una voz le susurra que eso no será posible, que las palabras son palabras y el viento de la sociedad se las lleva, y que los sueños son meras ilusiones. ¿Qué derecho tiene para desear ser mejor? ¿Realmente corresponde al escritor brindar soluciones? No está él en el rol del guardabosques que, en la obra Knock ou Le Triomphe de la Médecine, quiere prevenir los terremotos? ¿Cómo puede el escritor actuar, cuando todo lo que sabe es cómo recordar? La soledad será su terreno en la vida. Así ha sido siempre. De niño era un chico frágil, ansioso, excesivamente receptivo, o la chica descrita por Collete, que no puede hacer más que presenciar cómo sus padres se dañan a sí mismos, con sus grandes ojos negros alargados en una suerte de dolorosa atención. La soledad es cariñosa con los escritores, y es en compañía de la soledad donde ellos pueden encontrar la esencia de la felicidad. Es una felicidad contradictoria, una mezcla de dolor y deleite, un triunfo ilusorio, un tormento mudo y omnipresente, nada parecido a un inquietante tono breve. El escritor, mejor que nadie, sabe cómo cultivar la vital y venenosa planta, la única que crece sólo en la tierra de su propia impotencia. El escritor quiere hablar por todos y para cada era: allí está él, ahí está ella, cada uno solo en su habitación mirando el espejo blanquecino de la página vacía, bajo la pantalla de la lámpara destilando su luz secreta. O sentado frente a la muy brillante pantalla de la computadora, escuchando el sonido de unos dedos jugando con las llaves. Este, entonces, es el bosque del escritor. Y cada escritor conoce muy bien cada pasillo de ese bosque. Si, una y otra vez, algo escapa, como un ave lanzada por un perro al amanecer, entonces el escritor mira, sorprendido —esto pasa meramente por azar, en perjuicio de uno mismo. No es mi deseo, de este modo, regodearme en la negatividad. La literatura —y este es el punto al que quiero llegar— no es ninguna reliquia arcaica que debe, lógicamente, ser reemplazada por las artes audiovisuales, el cine, en particular. La literatura es un complejo, difícil patíbulo, pero sostengo que ahora es más vital que en la época de Victor Hugo o Byron. Hay dos razones por las que la literatura es necesaria: Primero, porque la literatura está hecha del lenguaje. El sentido primario de la palabra: letras, que son escritas. En francés, la palabra “roman” se refiere a esos textos en prosa que por primera vez después de la Edad Media usaron el nuevo lenguaje hablado por la gente, una lengua romance. Y la palabra para “relato corto”, nouvelle, también deriva de su noción de novedad. Aproximadamente al mismo tiempo, en Francia, la palabra rimeur (de rima o ritmo) decayó en uso para designar a la poesía y a los poetas —las nuevas palabras vinieron del verbo griego poiein, crear. El escritor, el poeta, el novelista, son creadores. Esto no significa que ellos inventan el lenguaje, significa que usan al lenguaje para crear belleza, ideas, imágenes. Es por ello que no podríamos hacerlo sin él. El lenguaje es la más extraordinaria invención en la historia de la humanidad, el que vino antes que todo y que hace posible compartir todo. Sin lenguaje no habría ciencia, tecnología, leyes, arte, amor. Pero sin otra persona con quien interactuar, la invención se convierte en virtual. Se atrofia, disminuye, desaparece. Los escritores, en cierto grado, son defensores del lenguaje. Cuando escriben sus novelas, su poesía, sus obras, mantienen vivo al lenguaje. Ellos no sólo están usando palabras —al contrario, están al servicio del lenguaje. Lo celebran, lo afilan, lo transforman, porque el lenguaje vive a través de ellos y por causa de ellos, y él acompaña todas las transformaciones sociales y económicas de su era. Cuando, en el último siglo, fueron expresadas las teorías racistas, se hablaba de diferencias fundamentales entre culturas. En una suerte de absurda jerarquía, se dibujó una correlación entre el éxito económico de los poderes coloniales con su pretensión de superioridad cultural. Dichas teorías, como un febril, insano impulso, tendieron a resurgir aquí y allá, una y otra vez, para justificar el neocolonialismo y el imperialismo. Allí había, se nos dijo, algunas naciones que se quedaron rezagadas, que no habían conquistado sus derechos y privilegios allí donde el lenguaje está implicado, porque estaban atrasados económicamente o tecnológicamente rebasados. ¿Pero se han dado cuenta aquellos que ponderan su superioridad cultural, de que todas las personas, el mundo entero, sin importar su grado de desarrollo, usan el lenguaje? ¿Y de que cada uno de esos lenguajes tiene, de manera idéntica, un ordenamiento lógico, complejo, estructurado, con rasgos analíticos que les permiten expresar el mundo, que les permiten hablar de ciencia o inventar mitos? Ahora que he defendido la existencia de esa ambigua y un tanto pasada de moda criatura a la que llamamos escritor, me gustaría regresar a la segunda razón por la que se necesita la literatura, y que tiene más que ver con la fina profesión de publicar. En estos días se ocupa mucho tiempo en hablar de globalización. Se olvida que, de hecho, el fenómeno inició en Europa durante el Renacimiento, con el inicio de la época colonial. La globalización no es una cosa mala en sí. La comunicación ha acelerado progreso en medicina y ciencia. Tal vez, la generalización de la información contribuya a prevenir conflictos. Quién sabe, si la Internet hubiera existido en el tiempo de Hitler, quizá su argumento criminal no habría triunfado —el ridículo habría prevenido que siquiera hubiera visto la luz del día. Vivimos en la era de Internet y la comunicación virtual. Esta es cosa buena, pero ¿habrían valido la pena estos asombrosos inventos de no ser por la enseñanza del lenguaje escrito y los libros? Proporcionar a casi todas las personas en el planeta un dispositivo de cristal líquido es utópico. ¿No estamos, de cierta manera, en el proceso de creación de una nueva elite, trazando una línea que divide el mundo entre aquellos que tienen acceso a la comunicación y el conocimiento y aquellos que se quedan fuera? Grandes naciones, grandes civilizaciones han desaparecido por no darse cuenta de que esto podía ocurrir. Para estar seguros, existen grandes culturas, consideradas minorías, que han sido capaces de resistir hasta este día gracias la transmisión oral del conocimiento y sus mitos. Es indispensable, y benéfico, reconocer la contribución de estas culturas. Pero nos guste o no, aunque no hayamos alcanzado la era de la realidad, ya no vivimos en la era de los mitos. No es posible proveer una fundación por la igualdad y el respeto de otros a menos que cada niño reciba los beneficios de la escritura. Y ahora, en esta era que sigue a la descolonización, la literatura se ha convertido en una manera para que hombres y mujeres en nuestro tiempo expresen su identidad, clamar su derecho a hablar y ser escuchados en toda su diversidad. Sin esas voces, su llamado, viviríamos en un mundo de silencio. La cultura en una escala global nos concierne a todos. Pero es sobre todo responsabilidad de lectores —y editores, en otras palabras. Ciertamente, es injusto que un indio del lejano norte de Canadá, si desea hacerse escuchar, tenga que escribir en la lengua de sus conquistadores —en francés o inglés. Ciertamente, es una ilusión esperar que el lenguaje creole, de Mauritius o de las Indias Occidentales, sea escuchado tan fácilmente como las cinco o seis lenguas que reinan hoy día como monarcas absolutos en los medios electrónicos. Pero si, a través de la traducción, sus voces se pueden escuchar, entonces algo nuevo está ocurriendo, una causa para el optimismo. La cultura, como he dicho, nos pertenece a todos, a toda la humanidad. Pero en orden de hacer esto verdadero, cada uno debería tener iguales accesos hacia la cultura. El libro, sin importar lo anticuado que pueda ser, es la herramienta ideal. Es práctico, fácil de manejar, económico. No requiere ninguna destreza en particular y se mantiene bien en cualquier clima. Su único defecto —y aquí quisiera dirigirme a editores en particular— es que en un gran número de países es aún muy difícil acceder a los libros. En Mauritius, el precio de una novela o una colección de poesía es el equivalente a una gran proporción del presupuesto familiar. En África, Sureste de Asia, México o las Islas del Sur, los libros continúan siendo un lujo inaccesible. Y existen los remedios para esta situación. Unir publicación con los países en desarrollo, el establecimiento de fondos para bibliotecas y librerías ambulantes, y sobre todo, mayor atención en publicar trabajos de esos llamados dialectos (lenguajes minoritarios) —que son a menudo los mayoritarios— ayudaría a la literatura para continuar su labor de maravillosa herramienta para el autodescubrimiento, para el descubrimiento de los otros, y para escuchar el concierto de la humanidad, en toda su rica gama de temas y modulaciones. Creo que me gustaría agregar algunas palabras más respecto al bosque. No tengo duda de que por esta razón la pequeña frase de Stig Dagerman sigue haciendo eco en mi memoria, y es por esta razón que quiero leerlo y releerlo, para llenarme de ello. Hay una nota de desesperanza en sus palabras y algo triunfante al mismo tiempo, porque en ese carácter agridulce encontramos la semilla de verdad que cada uno de nosotros busca. Cuando niño, soñaba con ese bosque. Me asustaba y me fascinaba a la vez —suponía que Tom Thumb y Hansel se habían sentido del mismo modo, cuando estaban en las profundidades del bosque, rodeados por sus peligros y maravillas. El bosque es un mundo sin fronteras. Puedes perderte en la espesura de los árboles y la oscuridad impenetrable. Lo mismo podría decirse del desierto, o el océano abierto, donde cada duna, cada pradera nos encamina a una pradera idéntica, cada ola nos lleva a otra perfectamente idéntica ola. Recuerdo la primera vez que experimenté lo que podría hacer la literatura —en The Call of the Wind, de Jack London, donde uno de los personajes, perdido en la nieve, siente cómo el frío lo posee como el círculo de lobos cercándolo. Él miró su mano, que estaba casi entumecida, y trató de mover cada dedo, uno después del otro. Este fue un mágico descubrimiento para mí cuando era niño. Se le llama autoconciencia. A ese bosque debo una de las más grandes emociones de mi vida adulta. Esto fue hace casi 30 años, en la región de Centroamérica conocida como El Tapón del Darién, porque allí, en aquellos días (y creo que la situación no ha cambiado mucho al paso del tiempo), hubo una interrupción en la Carretera Panamericana que se suponía uniría a las dos Américas, desde Alaska hasta el borde de Tierra de Fuego. En esta región del istmo de Panamá el bosque tropical es extremadamente denso, y la única manera de viajar es en una balsa río arriba. En ese bosque vive una población indígena, dividida en dos grupos, los embera y los wounaans, ambos pertenecientes a la familia lingüística ge-pano-carib. Aterricé allí por casualidad, y quedé tan fascinado por esta gente que permanecí durante varios periodos a lo largo de 3 años. Durante todo ese tiempo no hice otra cosa que vagar sin rumbo fijo de casa en casa —en ese tiempo la población se negaba a vivir en villas— y aprendí a vivir de acuerdo a un ritmo que era completamente distinto a cualquiera que hubiera experimentado hasta ese momento. Como todos los bosques verdaderos, este era particularmente hostil. Tuve que hacer una lista de todos los peligros potenciales y de todos los correspondientes recursos de sobrevivencia. Debo decir que los embera fueron muy pacientes conmigo. Estaban muy divertidos con mi falta de elegancia, y creo que hasta cierto punto yo estaba dispuesto a pagarles con entretenimiento lo que ellos me compartían en sabiduría. No escribí un gran tratado. El bosque tropical no es realmente un escenario ideal. Los papeles se reblandecen por la humedad, el calor seca las puntas de las plumas. Nada que funcione por medio de electricidad dura mucho. Arribé allí con la convicción de que la literatura era un privilegio, y que siempre me hospedaría en ella para resolver todos mis problemas existenciales. Una protección, de cierta manera; una suerte de ventana virtual que podía desenrollar cuando necesitara refugio de la tormenta. Una vez que asimilé el sistema de comunismo primitivo practicado por los indios americanos, así como su profundo disgusto por la autoridad y su tendencia hacia una natural anarquía, pude ver que el arte, como forma de expresión individual, no tiene nada qué hacer en el bosque. Por otro lado, estas personas no tenían nada que se asemejara a lo que llamamos arte en nuestras sociedades consumistas. En lugar de colgar pinturas en un muro, hombres y mujeres pintaban sus cuerpos, y en general se resistían a crear algo duradero. Luego tuve acceso a sus mitos. Cuando hablamos de mitos, en nuestro mundo de libros escritos, parece que nos referimos a algo que está muy lejos, en el tiempo o en el espacio. Yo también creía en tal distancia. Y de pronto los mitos estaban allí para que los escuchara, regularmente, casi cada noche. Cerca de las higueras que la gente construía en sus casas en un corazón de tres piedras, en medio de la danza de mosquitos y palomillas, la voz de los rapsodas —hombres y mujeres por igual— ponía en movimiento historias, leyendas, cuentos, como si estuvieran hablando de la realidad cotidiana. Los rapsodas cantaban en una voz aguda, expandiendo su pecho; su rostro mimetiza las expresiones y pasiones y miedos de los personajes. Eso podría ser un episodio de una novela, no un mito. Pero una noche, una joven mujer vino. Su nombre era Elvira. Ella era conocida a lo largo de todo el bosque de los embera por sus habilidades para narrar. Era una aventurera y vivía sin un hombre, sin niños —la gente decía que era un poco borracha, un poco prostituta, pero yo no lo creí ni por un minuto—, e iba de casa en casa para cantar, a cambio de carne, una botella de alcohol o unas monedas. Aunque no tuve otro acceso a sus historias más que por traducción —el lenguaje de los embera tiene variantes literarias que lo hacen mucho más complejo que su forma cotidiana—, rápidamente me di cuenta de que ella era una gran artista, en el mejor sentido del término. El timbre de su voz, el ritmo de sus manos golpeando contra su pecho, contra su collar de monedas plateadas, y encima de todo ese aire de posesión que iluminó su rostro y su mirada, una suerte de trance rítmico mesurado, ejercía un poder sobre todos aquellos que lo presenciaban. Al simple marco de sus mitos —la invención del tabaco, los gemelos primigenios, historias sobre dioses y humanos al amanecer del tiempo— ella añadía su propia historia, su vida de errancia, sus amores, las traiciones y el sufrimiento, la intensa alegría del amor carnal, el escozor de los celos, su miedo a envejecer, a morir. Ella era poesía en acción, teatro antiguo, y la más contemporánea de todas las novelas al mismo tiempo. Ella era todas esas cosas con fuego, con violencia; ella inventó, en la oscuridad del bosque, entre el envolvente sonido de insectos y ranas y el aleteo de los murciélagos, una sensación que no podía ser llamada de otra manera más que belleza. Como si en su canción ella cargara el auténtico poder de la naturaleza, y esto era seguramente la más grande paradoja: que este lugar aislado, este bosque, tan lejos como podía imaginarlo de la sofisticación de la literatura, era el sitio donde el arte había encontrado su más fuerte, su más auténtica expresión. Después dejé la región y no volví a ver a Elvira, ni a ningún otro rapsoda del bosque de Darién. Me quedé con algo más que nostalgia —con la certeza de que la literatura podría existir, incluso si estaba revestida con la convención y compromiso, incluso si los escritores fueran incapaces de cambiar al mundo. Algo grande y poderoso, que los sobrepasaba, que en alguna ocasión podría animarlos y transfigurarlos, y restaurar el sentido de armonía con la naturaleza. Algo nuevo y muy antiguo al mismo tiempo, impalpable como el viento, etéreo como las nubes, infinito como el mar. Esto es algo que vibra en la poesía de Jalal ad-Din Rumi, por ejemplo, o en la arquitectura visionaria de Emanuel Swedenborg. El escalofrío que uno siente al leer los más bellos textos de la humanidad, como el discurso que Chief Stealth dio en la mitad del siglo XIX al presidente de los Estados Unidos cuando les concedió su tierra: “Podemos ser hermanos después de todo…”. Algo simple y verdadero, que existe en el lenguaje por sí mismo. Un encanto, algunas veces una treta, una danza chirriante o largas campanadas de silencio. El lenguaje de farsa, de interjecciones, de cursos, y luego, inmediatamente después, el lenguaje del paraíso. Es a ella, a Elvira, que dirijo este tributo —y a ella que dedico el premio que la Academia Suiza me ofrece. A ella y a todos los escritores con los que —o a veces contra los que— he vivido. A los africanos Wole Soyinka, Chinua Achebe, Ahmadou Kourouma, Mongo Betu, a Cry the Beloved Country de Alan Paton, a Chaka de Thomas Mofolo. Al gran autor mauritano Malcolm de Chazal, que escribió, entre otras cosas, Judas. Al novelista mauritano de lengua hindi Abhimayu Unnuth, por Lal Passina (Sangre sudorosa), al novelista Urdu Qurratulain Hyder por su épica novel Ag Ka Darya (Río de fuego). Al desafiante Danyél Waro de La Reunión, por sus canciones maloya; al poeta kanak Déwé Gorodey, que desafió los poderes coloniales de camino a la prisión; al rebelde Abdourahman Waberi. A Juan Rulfo y Pedro Páramo y sus relatos en El Llano en llamas, y las simples y trágicas fotografías que tomó del México rural. A John Reed por Insurgent Mexico; a Jean Meyer que fue el portavoz de Aurelio Acevedo y los cristeros insurgentes del centro de México. A Luis González, autor de Pueblo en vilo. A John Nichols, que escribió sobre la amarga tierra de The Milagro Beanfield War; a Henry Roth, mi vecino de la calle Nueva York en Albuquerque, New Mexico, por su Call it Sleep. A Jean Paul Sartre, por las lágrimas contenidas en su obra Morts sans Sépulture. A Wilfredo Owen, el poeta que murió en la ribera de Marne en 1914. A J. D. Salinger, porque triunfó al ponernos en los zapatos de un chico de 14 años llamado Holden Cauldfield. A los escritores de las primeras naciones en América —Sherman Alexie el Sioux, Scott Momaday el navajo por The Names. A Rita Mestokosho, una poeta innu proveniente de Mingan, Quebec, que dirige su voz a los árboles y los animales. A José María Arguedas, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias. A los poetas del oasis de Oualata y Chinguetti. Por su gran imaginación, a Alfonso Allais y Raymond Queneau. A Georges Perec por Quel Petit Vélo à Guidon Chrome au Fond de la Cour? A los autores de las Indias Occidentales Edouard Glissant y Patrick Chamoiseau, a René Depestre de Haití, a André Schwartz-Bart por Le Dernier des Justes. Al poeta mexicano Homero Aridjis que nos acercó a imaginar la vida de una tortuga vuelta al revés, y que evoca los ríos color naranja cuyo afluente lo hacen mariposas monarca que recorren las calles de su villa, Contepec. A Vénus Koury Ghata que habla de Líbano como un trágico e invencible amante. A Khalil Gibran. A Rimbaud. A Emile Nelligan. A Réjean Ducharme, por la vida. Al niño desconocido que encontré un día, en el delta del río Tuira, en el bosque del Darién. Por la noche, sentado en el piso de una tienda, iluminado por la flama de una lámpara de keroseno, está leyendo un libro y escribiendo, encorvado hacia delante, sin prestar la más ligera atención a lo que lo rodea. Ese niño sentado con las piernas cruzadas, en el piso de esa tienda, en el corazón del bosque, leyendo solo a la luz de la lámpara, no está allí por casualidad. Él se parece al hermano de otro chico al que me referí al inicio de estas páginas, que estaba tratando de escribir con un lápiz de carpintero en la contraportada de unos libros, en los años oscuros al término de la guerra. El niño nos recuerda dos grandes tareas en la historia de la humanidad, tareas que estamos lejos de cumplir. La erradicación del hambre y la eliminación del analfabetismo. En todo su pesimismo, la frase de Stig Dagerman sobre la paradoja fundamental del escritor, insatisfecho porque no puede comunicarse con aquellos que padecen hambre —sea de alimentos o de conocimientos— toca la gran verdad. La alfabetización y la batalla contra el hambre se conectan de manera cercana, interdependiente. Una no puede triunfar sin la otra. Ambas requieren, además de impulso, que actuemos. Así que en este tercer milenio, que apenas ha iniciado, ningún niño en este planeta compartido, más allá de su género, su lenguaje o su religión, debe ser abandonado a la hambruna o la ignorancia, o llevado lejos del banquete. Este chico lleva consigo el futuro de la raza humana. En palabras del gran filósofo Heráclito, pronunciadas mucho tiempo atrás, el reino pertenece a un niño».
No hay comentarios:
Publicar un comentario