viernes, 5 de marzo de 2021

 Al leer a Platón, se puede entender por qué resulta tan fácil enamorarse, y tan difícil mantener unida a una pareja. Esto constituye otro abismo, menos profundo y más pesado. El amor es deseo; el deseo es falta. Añadiré también: ésta es la razón por la cual la felicidad, con frecuencia, nos falta. Por eso, como dice el poeta, «no existe amor feliz». Me alejo aquí de Platón, o al menos lo modernizo un poco, digamos que extraigo lecciones de él. Mi propósito es el del filósofo, no el del historiador. Es ahora cuando hay que vivir; es ahora cuando hay que pensar. Platón me interesa en la medida en que puede ayudar a ese fin, aunque solo sea explicando nuestros disgustos. Y parece que así es. Mi idea, por decirlo en una palabra, es que Platón expresa la verdad de la pasión amorosa, y por lo tanto también expresa su obligado fracaso. En la medida en que tiene razón, o más bien en la medida en que le damos la razón, con nuestras historias de amor (en la medida en que solo sabemos amar y desear aquello que nos falta), le damos también la razón a Louis Aragon o , como veremos más adelante, a Schopenhauer. Si el amor es falta (Platón), entonces no existe amor feliz (Aragon, Schopenhauer). ¿Por qué? ¿Qué es el amor? ¿Qué significa ser feliz? La respuesta de Platón (que también darán Epicuro, Epicteto o Kant), es que ser feliz es tener lo que uno desea. ¿Todo lo que uno desea? No necesariamente, porque ya se sabe que con ese objetivo nunca se consigue ser feliz. Pero tener buena parte — quizás la mayor parte— de lo que se desea es, tanto para Platón como para cualquiera, ser feliz. De hecho, esto es lo que confirman nuestros diccionarios: la felicidad es satisfacción, disfrute y plenitud. En el movimiento que tiende a ello, que es el deseo, éste nos separa de la felicidad. Si el deseo es falta, yo no deseo, por definición, más que aquello que no tengo; y si no deseo lo que no tengo, nunca tengo, por definición, aquello que deseo. Por consiguiente, nunca soy feliz (pues ser feliz es tener lo que deseo). Si el deseo es falta, la felicidad siempre falta. Esto no significa que ninguno de nuestros deseos nunca sea satisfecho. La vida, afortunadamente, no es tan difícil. Pero en cuanto satisfacemos uno de nuestros deseos, éste desaparece como falta (ya que está satisfecho), y por lo tanto como deseo (ya que el deseo es falta). Hasta el punto de que no tenemos lo que deseamos (como ya no hay falta, ya no existe deseo), sino lo que deseábamos, antes, en el tiempo en que no lo teníamos. Lo siento por usted: ser feliz no es tener lo que deseábamos; ser feliz es tener lo que deseamos. Y usted no tiene lo que desea, tiene lo que deseaba, hace unos minutos o unos años, cuando no lo tenía. Por eso no es usted feliz. Perdón a aquellas personas, si las hay, que son plenamente felices. No es a mí a quien enmiendan la plana, sino a Platón. Pero ¿existen? Nadie, o casi nadie, es jamás plenamente feliz, o jamás por mucho tiempo. Y tampoco es muy raro, catástrofes aparte, que la felicidad nos haga falta totalmente. La verdad, lo que nosotros somos, unas veces en Platón o Schopenhauer, otras en Aristóteles o Spinoza, la veremos ya sea en la búsqueda de la felicidad, ya sea mientras estamos ocupados en vivirla, y quizá más a menudo en el intervalo que separa o une ambas cosas. Pero, precisamente, para comprender el funcionamiento de este intervalo que es nuestra vida real, con sus altibajos, aquello a lo que Proust denominó «las intermitencias del corazón», es importante pensar de antemano la lógica de cada uno de los dos polos que estructuran el espacio. Y así, el polo de Platón es el polo de la falta. En la medida en que solo deseo aquello que no poseo, nunca poseo aquello que deseo. ¿Cómo podré ser feliz?

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