martes, 2 de marzo de 2021

 


He venido a Santander a recibir el Premio Menéndez y Pelayo, y esta mañana he querido ir con Elvirita a ver el mar desde los acantilados, quizá por última vez. Y mientras escuchaba el rumor de las olas, y el sol comenzaba a ocultarse entre las nubes del poniente, me invadió esa melancolía que siempre he sentido ante cierta indescriptible belleza. Como bien señaló Berdaiev, la paradoja de los tiempos modernos radica en que el humanismo se ha vuelto en contra del hombre. La sacralización de la inteligencia nos ha empujado al borde del precipicio, y el logos, una vez que hubo dominado el mundo, en vano pretendió responder a lo que sólo se sostiene como enigma o como llanto. Hemos llegado a la ignorancia a través de la razón. En boca de un personaje, Virginia Woolf se pregunta: “¿Con qué nombre tenemos que llamar a la muerte? ¿Y cuál es la frase para el amor? No lo sé. Necesito un lenguaje elemental como el de los amantes, palabras como las que usan los niños”. El humanismo occidental está en quiebra, y el fin del siglo nos encuentra incapaces de preguntarnos por la vida y por el hombre. Una vez afirmada en su poder, la razón prometeica fue incapaz de resolver los problemas fundamentales, ya que no era suficiente robar el fuego para iluminar la historia. Al descorrer los últimos velos, el hombre descubrió su impotencia y su precariedad. Si en estos últimos siglos de historia hemos perdido una oportunidad, ha sido la de construir una historia en la que el hombre fuera protagonista, en lugar de ser un nuevo condenado. Años atrás, como un Cristo entre ladrones, mataron en Granada a Federico García Lorca. Y a menudo he pensado que aquel crimen horrendo es uno de los símbolos de este mundo que, habiendo erradicado la poesía, ha erigido en su lugar la dureza y el espanto. No sabemos, pero podemos intuir, en medio de qué honda tristeza, cuando en busca del Absoluto encontró la mediocridad y el desprecio, aquel joven, maravilloso y desdichado Rimbaud, escribió las primeras líneas de su infierno:  Antaño, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que vinos de todas las clases fluían sin cesar. Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. Cuando camino por una plaza, al contemplar la nobleza de los jacarandes, o cuando veo aquellos rostros inefables que siguen estremeciéndose ante un cielo tormentoso, o los que aún tiemblan al pronunciar palabras sublimes, pienso entonces en la desdicha de los hombres destinados a la belleza, pero forzados a sobrevivir en la banalidad de esta cultura donde lo que alguna vez fue sentido, ha degenerado en burda diversión, en estimulantes o patéticos objetos decorativos. Triste epílogo de un siglo destrozado entre los delirios de la razón y la crueldad del acero. Elie Weisel ha dicho que en Auschwitz murió el hombre y la idea del hombre. Es lo que ha ocurrido en las épocas en las cuales pareciera haberse producido una ruptura, un corte tal, que corremos el riesgo de ser absorbidos por el vacío. Como se afirma en Los endemoniados, el ser humano se siente atraído por la creación tanto como por la destrucción; y es este uno de esos momentos. Vivimos como si hubiéramos llegado a los límites últimos de la existencia. Ya no estamos tan seguros de poder decir junto a Goethe que “la humanidad acabará triunfando”. Por el contrario, en el horizonte parecen oírse los últimos estertores. Basta mirar cualquier informativo o ver los títulos de un diario para comprender que estamos convirtiéndonos en las siniestras criaturas que en medio de grotescos aquelarres pintaba Goya. “Los sueños de la razón engendran monstruos”, profetizó este artista genial que durante el día retrataba a las señoras gordas de la corte, y luego se encerraba a hacer esos dibujos, como vómitos, que desenmascaraban el ciego positivismo de la Ilustración. Finalmente hemos llegado al “mundo roto” del que nos habló Gabriel Marcel, y mientras la realidad se desmorona a pedazos, el hombre desfallece psíquica y espiritualmente escindido. Probablemente nunca comprenderemos del todo lo que nos quiso decir Kafka, que expresó, en una de las obras más reveladoras y profundas del siglo XX, el desconcierto y el desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático. La caída del hombre en una realidad donde la burocracia y el poder han tomado el espacio de la metafísica y de los Dioses. Extraviado en un mundo de túneles y pasillos, atajos y bifurcaciones, entre paisajes turbios y oscuros rincones, el hombre tiembla ante la imposibilidad de toda meta y el fracaso de todo encuentro.

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