sábado, 6 de marzo de 2021

 


Al anochecer, May Kasahara me acompañó a la estación para despedirse de mí. Fuimos hasta la ciudad en autobús. Comimos juntos unas pizzas en un restaurante cercano. Y esperamos a que llegara el tren diesel de tres vagones. En la sala de espera, una estufa grande ardía al rojo vivo y dos o tres personas se arracimaban alrededor, pero nosotros permanecimos a solas, de pie, en el gélido andén. En el cielo flotaba una helada luna de invierno de nítidos contornos. Una luna en cuarto creciente con el canto afilado como una espada china. Bajo esa luna, May Kasahara, de puntillas, posó suavemente sus labios en mi mejilla derecha. Pude sentir sus labios pequeños, delgados y fríos sobre una mancha azul que ya no tenía. —Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara en voz baja—. Gracias por venir a verme. Me quedé mirándola fijamente con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo. No sabía qué decirle. Cuando llegó el tren, ella se quitó el gorro y retrocedió un paso. —Señor pájaroque-da-cuerda, si alguna vez te ocurre algo, llámame en voz alta. A mí, y también a la gente pato. —Adiós, May Kasahara —me despedí. La luna en cuarto creciente estuvo flotando sobre mi cabeza hasta mucho tiempo después de que el tren arrancara. Cada vez que tomaba una curva, la luna desaparecía y luego volvía a aparecer. Estuve contemplándola y, cuando no se veía, dirigía la mirada a las luces de los pequeños pueblos que discurrían al otro lado de la ventanilla. Pensé en May Kasahara, con su gorro de lana azul, volviendo sola en autobús a la fábrica de la montaña, y pensé en la gente pato que estaría durmiendo entre la hierba en alguna parte. Después, recordé el mundo al que iba a volver. —Adiós, May Kasahara —dije. Adiós. Rezo para que exista algo que te proteja siempre. Cerré los ojos e intenté dormir. No conseguí conciliar el sueño hasta mucho más tarde. Y me sumergí silenciosamente en un sueño efímero, lejos de todo y de todos.

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