Me hizo acordar de otro paciente que había tratado el año anterior, una médica de cuarenta y cuatro años, excesivamente responsable y concienzuda. Una noche, en medio de una disputa conyugal, bebió demasiado, algo poco común para ella, perdió el control, tiró platos contra la pared y le arrojó una torta de merengue a su marido en la cara, aunque no dio en el blanco. Cuando la vi dos días después, ella se sentía culpable y deprimida. En un esfuerzo por consolarla, traté de sugerir que perder el control no siempre es una catástrofe. Ella me interrumpió y me dijo que yo había entendido mal: no se sentía culpable sino que estaba arrepentida de haber esperado hasta los cuarenta y cuatro años para sentirse liberada y dejar aflorar sus verdaderas emociones.
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