jueves, 11 de febrero de 2021

Oscar Wilde

 


¿Es cierto que ejerce usted una pésima influen-

cia, lord Henry? -le preguntó al cabo de unos instan-
tes-. ¿Tan mala como dice Basil?
-Las buenas influencias no existen, señor Gray.
Toda influencia es inmoral; inmoral desde el punto
de vista científico.
-¿Por qué?
-Porque influir en una persona es darle la propia
alma. Esa persona deja de pensar sus propias ideas
y de arder con sus pasiones. Sus virtudes dejan de
ser reales. Sus pecados, si es que los pecados exis-
ten, son prestados. Se convierte en eco de la músi-
ca de otro, en un actor que interpreta un papel que
no se ha escrito para él. La finalidad de la vida es el
propio desarrollo. Alcanzar la plenitud de la manera 
más perfecta posible, para eso estamos aquí. En la
actualidad las personas se tienen miedo. Han olvi-
dado el mayor de todos los deberes, lo que cada
uno se debe a sí mismo. Son caritativos, por su-
puesto. Dan de comer al hambriento y visten al des-
nudo. Pero sus almas pasan hambre y ellos mismos
están desnudos. Nuestra raza ha dejado de tener
valor. Quizá no lo haya tenido nunca. El miedo a la
sociedad, que es la base de la moral; el miedo a
Dios, que es el secreto de la religión: ésas son las
dos cosas que nos gobiernan. Y, sin embargo...
-Vuelve la cabeza un poquito más hacia la dere-
cha, Dorian, como un buen chico -dijo el pintor, en-
frascado en su trabajo, sólo consciente de que en el
rostro del muchacho había aparecido una expresión
completamente nueva.
-Y, sin embargo -continuó lord Henry, con su voz
grave y musical, y con el peculiar movimiento de la
mano que le era tan característico, y que ya lo dis-
tinguía incluso en los días de Eton-, creo que si un
hombre viviera su vida de manera total y completa,
si diera forma a todo sentimiento, expresión a todo
pensamiento, realidad a todo sueño..., creo que el
mundo recibiría tal empujón de alegría que olvidar-
íamos todas las enfermedades del medievalismo 
y regresaríamos al ideal heleno; puede que incluso a
algo más delicado, más rico que el ideal heleno.
Pero hasta el más valiente de nosotros tiene miedo
de sí mismo. La mutilación del salvaje encuentra su
trágica supervivencia en la autorrenuncia que desfi-
gura nuestra vida. Se nos castiga por nuestras ne-
gativas. Todos los impulsos que nos esforzamos por
estrangular se multiplican en la mente y nos enve-
nenan. Que el cuerpo peque una vez, y se habrá
librado de su pecado, porque la acción es un modo
de purificación. Después no queda nada, excepto el
recuerdo de un placer o la voluptuosidad de un re-
mordimiento. La única manera de librarse de la ten-
tación es ceder ante ella. Si se resiste, el alma en-
ferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido,
deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho
monstruoso e ilegal. Se ha dicho que los grandes
acontecimientos del mundo suceden en el cerebro.
Es también en el cerebro, y sólo en el cerebro, don-
de se cometen los grandes pecados. Usted, señor
Gray, usted mismo, todavía con las rosas rojas de la
juventud y las blancas de la infancia, ha tenido pa-
siones que le han hecho asustarse, pensamientos
que le han llenado de terror, sueños y momentos de
vigilia cuyo simple recuerdo puede teñirle las meji-
llas de vergüenza...

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