Otro temor que nos aleja de nuestra confianza en nosotros mismos es nuestra propia coherencia, la reverencia que dispensamos a las palabras o actos ya consumados; porque los ojos de los demás no tienen más datos para registrar nuestra trayectoria que esos mismos actos, y aborrecemos defraudarlos. ¿Pero por qué girar la cabeza para mirar hacia el pasado? ¿Por qué arrastrar el cadáver de la memoria, a menos que te contradigas en algo que hayas afirmado en este o en aquel lugar público? Supongamos que tuviéramos que contradecirnos: ¿y qué? La prudencia indica que no hay que confiar nunca exclusivamente en la memoria y casi nunca en los hechos recordados, sino que hay que procurar traer el pasado al juicio de los mil ojos con que miramos el presente y vivir siempre en un nuevo día. En tu metafísica has negado personalidad a la Divinidad. Sin embargo, cuando tu alma se sienta conmovida por las emociones religiosas, pon en ellas tu corazón y tu vida, aunque tengas que revestir a Dios con formas y colores. Abandona tu teoría, como dejó su capa José en manos de la adúltera, y huye. La absurda coherencia es el duende travieso de los espíritus menores; los estadistas, filósofos y teólogos la adoran. A un alma grande la coherencia le trae simplemente sin cuidado. Mejor haría en preocuparse de su propia sombra en la pared. Di ahora sin tapujos lo que piensas, y mañana no vaciles en volver a decirlo, aunque contradiga cada una de las palabras que dijiste hoy: «Ay, pero no tengas dudas de que no te comprenderán». ¿Es acaso tan terrible no ser comprendido? Pitágoras no fue entendido, ni Sócrates ni Lutero; y tampoco lo fueron Copérnico, Galileo o Newton, ni ninguno de los espíritus puros y sabios que han pisado la tierra. Ser grande es ser mal comprendido.
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