jueves, 28 de enero de 2021

Joseph Campbell

 


 Una representación majestuosa de las dificultades del oficio del héroe y de su sublime importancia cuando es concebida profundamente y llevada a cabo con solemnidad, la encontramos en la leyenda de las Grandes Batallas del Buddha. El joven príncipe Gautama Sãkyamni partió secretamente del palacio de su padre en el principesco corcel Kanthaka, pasó milagrosamente por la puerta vigilada, cabalgó en medio de la noche alumbrado por las antorchas de cuatro veces sesenta mil divinidades, atravesó con ligereza un río majestuoso de mil ciento veintiocho codos de ancho, y después con un solo golpe de su espada cortó sus reales cabellos y el cabello que le quedó, de dos dedos de largo, se rizó hacia la derecha y permaneció pegado a su cabeza. Vistió las ropas de los monjes, atravesó el mundo como un mendigo y durante estos años en que en apariencia vagaba inútilmente, adquirió y trascendió los ocho estados de la meditación. Se retiró a una ermita, sometió sus fuerzas seis años más a la gran batalla, llevó su austeridad hasta el extremo y cayó en una muerte aparente de la que poco después se recobró. Luego volvió a la vida menos rigurosa del vagabundo asceta.

    Un día se sentó bajo un árbol, estaba contemplando la parte oriental del mundo y el árbol se iluminó con las luces que él irradiaba. Una joven llamada Sujata vino y le ofreció arroz con leche en una taza de oro y, cuando tiró la taza vacía en el agua, flotó corriente arriba. Ésta fue señal de que el momento de su triunfo había llegado. Se levantó y avanzó por un camino que había sido adornado por los dioses y que tenía mil ciento veintiocho codos de ancho. Las serpientes, los pájaros y las divinidades de los bosques y de los campos le ofrendaron flores y perfumes celestiales, los coros celestiales le dieron su música y los diez mil mundos fueron invadidos de perfumes, guirnaldas, armonías y aclamaciones, porque él estaba en camino al Gran Árbol de la Iluminación, el Árbol Bo, bajo el cual redimiría al universo. Se colocó con firme resolución bajo el Árbol Bo, en el Punto Inmóvil, e inmediatamente se le acercó Kama-Mara, el dios del amor y de la muerte.
    El peligroso dios apareció montado en un elefante y portando armas en sus mil manos. Estaba rodeado por su ejército que se extendía doce leguas ante él, doce a la derecha, doce a la izquierda, y a su espalda cubría los confines del mundo; además, tenía nueve leguas de estatura. Las deidades protectoras del Universo huyeron, pero el Futuro Buddha permaneció inmóvil debajo del Árbol. Entonces el dios lo atacó, tratando de romper su concentración.
    El Antagonista envió sobre el Redentor viento huracanado, rocas, truenos y llamas, armas humeantes de acerados filos, carbones ardientes, ceniza caliente, lodo hirviendo, arenas quemantes y profunda oscuridad, pero los proyectiles se convertían en flores celestiales y en ungüentos, por la fuerza de las diez perfecciones de Gautama. Mara entonces envió a sus hijas Deseo, Anhelo y Lujuria, rodeadas de voluptuosos servidores, pero la mente del Gran Ser no se distrajo. El dios finalmente puso en duda su derecho de sentarse en el Punto Inmóvil, arrojó coléricamente su disco agudo como navaja de afeitar y ordenó al ejército que se despeñara sobre él. Pero el Futuro Buddha sólo movió la mano para tocar el suelo con las puntas de los dedos y así ordenó a la diosa de la tierra que atestiguara su derecho a sentarse donde estaba. Ella lo hizo con cien, con mil, con cien mil alaridos y el elefante del Antagonista cayó sobre sus rodillas en obediencia al Futuro Buddha. El ejército se dispersó inmediatamente y los dioses de todos los mundos esparcieron guirnaldas.
    Habiendo ganado esa victoria preliminar antes de ponerse el sol, el conquistador adquirió en la primera vigilia de la noche el conocimiento de sus existencias anteriores, en la segunda vigilia, el ojo divino de la visión omnisciente, y en la última la comprensión de la cadena de las causas. Experimentó la iluminación perfecta al romper el día. 
    Durante siete días Gautama, ahora el Buddha, el Iluminado, permaneció inmóvil en bienaventuranza; por siete días permaneció apartado y sentado en el punto en el que había recibido la iluminación; por siete días caminó entre el lugar donde estuvo sentado y el lugar donde estuvo de pie; por siete días se alojó en un pabellón amueblado por los dioses y revisó toda la doctrina de la causalidad y la liberación; por siete días se sentó bajo el árbol donde la joven Sujata le había traído arroz con leche en un recipiente de oro y allí meditó sobre la doctrina de la dulzura del Nirvana; se dirigió a otro árbol y una gran tempestad rugió por siete días, pero el Rey de las Serpientes surgió de las raíces y protegió al Buddha con su caperuza extendida; finalmente, el Buddha se sentó por siete días bajo un cuarto árbol disfrutando todavía de la dulzura de la liberación. Entonces puso en duda que su mensaje pudiera ser comunicado, pensó retener la sabiduría para sí mismo, pero el dios Brahma descendió del cénit a implorarle que se convirtiera en el maestro de los dioses y de los hombres. El Buddha fue así persuadido a mostrar el camino. Y regresó a las ciudades de los hombres, donde vivió entre los ciudadanos del mundo otorgándoles el inestimable bien del conocimiento del camino.

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