"Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en los ojos: “¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto.” Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aun no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta de que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad."
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