viernes, 11 de diciembre de 2020

Bertrand Rusell



 Consideremos la vida de uno de estos hombres. Podemos 

suponer que tiene una casa encantadora, una esposa encanta-

dora y unos hijos encantadores. Se levanta por la mañana 

temprano, cuando ellos aún duermen, y sale a toda prisa hacia 

su despacho. Allí, su deber es desplegar las cualidades de un 

gran ejecutivo; cultiva una mandíbula firme, un modo de ha-

blar decidido y un aire de sagaz reserva calculado para impre-

sionar a todo el mundo excepto al botones. Dicta cartas, con-

versa por teléfono con varias personas importantes, estudia el 

mercado y, llegada la hora, sale a comer con alguna persona 

con la que está haciendo o espera hacer un trato. Este mismo 

tipo de cosas se prolonga durante toda la tarde. Llega a casa 

cansado, con el tiempo justo para vestirse para la cena. En la 

cena, él y otros varios hombres cansados tienen que fingir que 

disfrutan con la compañía de señoras que aún no han tenido 

ocasión de cansarse. Es imposible predecir cuántas horas tar-

dará el pobre hombre en poder escapar. Por fin, se va a dor-

mir y durante unas pocas horas la tensión se relaja. 

 La vida laboral de este hombre tiene la psicología de una 

carrera de cien metros, pero como la carrera en que participa 

tiene como única meta la tumba, la concentración, que sería 

adecuada para una carrera de cien metros, llega a ser algo 

excesiva. ¿Qué sabe este hombre de sus hijos? Los días labo-

rables está en su despacho; los domingos está en el campo de 

golf. ¿Qué sabe de su mujer? Cuando la deja por la mañana, 

ella está dormida. Durante toda la velada, él y ella están com-

prometidos en actos sociales que impiden la conversación 

íntima. Probablemente, el hombre no tiene amigos que le im-

porten de verdad, aunque hay muchas personas con las que 

finge una cordialidad que le gustaría sentir. De la primavera y 

la cosecha solo sabe lo que afecta al mercado; probablemente, 

ha visto países extranjeros, pero con ojos de total aburrimien-

to. Los libros le parecen una tontería, y la música cosa de in-

telectuales. Año tras año, se va encontrando cada vez más 

solo; su atención se concentra cada vez más y su vida, aparte 

de los negocios, es cada vez más estéril. He visto algún esta-

dounidense de este tipo, ya de edad madura, en Europa, con 

su esposa y sus hijas. Evidentemente, éstas habían convenci-

do al pobre hombre de que ya era hora de tomarse unas vaca-

ciones y dar a sus hijas la oportunidad de conocer el Viejo 

Mundo. La madre y las hijas, extasiadas, le rodean y llaman 

su atención hacia todo nuevo elemento que les parezca típico. 

El pater familias, completamente agotado y completamente 

aburrido, se pregunta qué estarán haciendo en su oficina en 

ese momento, o qué estará ocurriendo en la liga de béisbol. 

Al final, sus mujeres dan el caso por perdido y llegan a la 

conclusión de que todos los varones son unos patanes. Nunca 

se les ocurre pensar que el hombre es una víctima de la codi-

cia de ellas; y tampoco es esta toda la verdad, como tampoco 

la costumbre hindú de quemar a las viudas es exactamente lo 

que parece a los ojos de un europeo. Probablemente, en nueve 

de cada diez casos, la viuda era una víctima voluntaria, dis-

puesta a morir quemada para alcanzar la gloria y porque la 

religión lo exigía. La religión y la gloria del hombre de nego-

cios exigen que gane mucho dinero; por tanto, igual que la 

viuda hindú, sufre de buena gana el tormento. Para ser feliz, 

el hombre de negocios estadounidense tiene antes que cam-

biar de religión. Mientras no solo desee el éxito, sino que esté 

sinceramente convencido de que el deber de un hombre es 

perseguir el éxito y que el hombre que no lo hace es un pobre 

diablo, su vida estará demasiado concentrada y tendrá dema-

siada ansiedad para ser feliz. Consideremos una cuestión sen-

cilla, como las inversiones. Casi todos los norteamericanos 

preferirían obtener un 8 por ciento con una inversión arries-

gada que un 4 por ciento con una inversión segura. La conse-

cuencia es que se pierde dinero con frecuencia y las preocu-

paciones y las angustias son constantes. Por mi parte, lo que 

me gustaría obtener del dinero es tiempo libre y seguridad. 

Pero lo que quiere obtener el típico hombre moderno es más 

dinero, con vistas a la ostentación, el esplendor y el eclipsa-

miento de los que hasta ahora han sido sus iguales. La escala 

social en Estados Unidos es indefinida y fluctúa continua-

mente. En consecuencia, todas las emociones esnobistas son 

más inestables que en los países donde el orden social es fijo; 

y aunque puede que el dinero no baste por sí mismo para en-

grandecer a la gente, es difícil ser grande sin dinero. Además, 

a los cerebros se les mide por el dinero que ganan. Un hom-

bre que gana mucho dinero es un tipo inteligente; el que no lo 

gana, no lo es. A nadie le gusta que piensen que es tonto. Por 

tanto, cuando el mercado está inestable, el hombre se siente 

como los estudiantes durante un examen. 

 Creo que habría que admitir que en las angustias de un hom-

bre de negocios interviene con frecuencia un elemento de 

miedo auténtico, aunque irracional, a las consecuencias de la 

ruina. El Clayhanger de Arnold Bennett, a pesar de su rique-

za, seguía teniendo miedo de morir en el asilo. No me cabe 

duda de que aquellos que en su infancia sufrieron mucho a 

causa de la pobreza viven atormentados por el terror a que sus 

hijos sufran de manera similar, y les parece que es casi impo-

sible acumular suficientes millones para protegerse contra ese 

desastre. Probablemente, estos temores son inevitables en la 

primera generación, pero es mucho menos probable que afec-

ten a los que nunca han conocido mucha pobreza. En cual-

quier caso, son un factor secundario y algo excepcional del 

problema. 

 La raíz del problema está en la excesiva importancia que se 

da al éxito competitivo como principal fuente de felicidad. 

No niego que la sensación de éxito hace más fácil disfrutar de 

la vida. Un pintor, pongamos por caso, que ha permanecido 

desconocido durante toda su juventud, seguramente será más 

feliz si se reconoce su talento. Tampoco niego que el dinero, 

hasta cierto punto, es muy capaz de aumentar la felicidad; 

pero más allá de ese punto, no creo que lo haga. Lo que sos-

tengo es que el éxito únicamente puede ser un ingrediente de 

la felicidad, y saldrá muy caro si para obtenerlo se sacrifican 

todos los demás ingredientes. 


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