Su salud había sufrido mucho con las marchas, a las que no estaba acostumbrado, y la vida de campaña. Una mañana se despertó delirando, hablando de campañas militares y de Napoleón; se imaginaba recibir órdenes suyas y dar instrucciones a la tropa. Mi madre me envió al punto a buscar ayuda, pero no al médico sino a una curandera que vivía a media legua de Odense. Cuando llegué allí la mujer me hizo unas cuantas preguntas, luego cogió una hebra de lana, me midió los brazos, trazó unos signos raros sobre mi cabeza y me puso finalmente en el pecho una rama verde que, según dijo, era de un árbol del mismo tipo que en el que habían crucificado al Señor, y añadió: «Vete ahora a casa bordeando el arroyo. Si tu padre ha de morir de ésta, te encontrarás con su espectro». Ya se puede imaginar el miedo que pasé con lo supersticioso que era y la imaginación que tenía. «¿Y no te has encontrado nada?», me preguntó mi madre al llegar a casa. Con el corazón palpitando le aseguré que no. Tres días más tarde moría mi padre. Dejamos su cadáver en la cama y mi madre y yo nos echamos fuera; un grillo se pasó la noche cantando. «Está muerto», le decía mi madre, «de nada sirve que lo llames, la señora del hielo se lo ha llevado». Yo sabía muy bien a qué se refería; me acordaba de que el invierno anterior, que se había formado hielo en las ventanas, mi padre nos había mostrado que el hielo de los cristales semejaba una mujer con los brazos abiertos. «Viene a por mí», dijo mi padre en tono de broma. Ahora que yacía muerto en la cama, le vino a mi madre a la memoria, y sus palabras de entonces se me quedaron en la cabeza.
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