He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por
la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu
humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha
escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de
hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que
son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan
ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo
improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea
biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que
cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha
parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los
dioses tenían cabezas de animales.
Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como
otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La
Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la
vida.
El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
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