viernes, 17 de julio de 2020

Alex Rovira

 Fíjate que yo fui a parar a escribir sin buscar escribir. En un momento determinado, cuando yo tenía veintisiete años, confluyeron dos circunstancias en mi vida. La primera fue el anuncio del embarazo de la que hoy es mi hija mayor, Laia, y, en paralelo, una semana después, un gran amigo mío moría de infarto de miocardio fulminante dejando mujer y dos hijos. La confluencia, por un lado, de la alegría, pero también de la responsabilidad, pero también de la expectativa, de la ilusión del nacimiento de mi primer hija, y la pérdida súbita de un hombre sano, deportista, pero que tenía una enfermedad que luego se supo cuando falleció, pero que no se había manifestado, me llevó a una depresión. Sobre todo el duelo por la muerte del amigo y el desconcierto por todo, porque, de repente tuve miedo: «¿Y si me pasa a mí?». Encontré el camino de salida escribiendo. Una noche, me desperté, no podía dormir y empecé a escribir y seguí escribiendo, y varias noches y los fines de semana, escribía de todo. Un día, mi mujer leyó esos textos y no los soltó. Empezó a leer y no soltaba, no soltaba y cuando acabó me dijo: «Aquí hay cosas que me inspiran y me emocionan y que me gustan. Oye, ¿por qué no lo ordenas y lo publicas?», y yo le dije: «Esto es para mí, no tengo intención», yo, incluso hoy, no me considero escritor, me considero más divulgador, más pedagogo que escritor, porque dedico apenas un uno por ciento a escribir. Yo los libros los he escrito de madrugada o en fin de semana. Un día vino un amigo editor, y mi mujer le habló de los manuscritos, me pidió si se los podía llevar, y como es un buen amigo se los dejé, y al cabo de los días me llamó y me dijo: «Vamos a desayunar juntos». Fuimos a desayunar y me dijo: «Esto lo tienes que pulir y publicar. Es honesto y es útil», me dijo, me acuerdo perfectamente. Me presentó a una agencia literaria y hasta aquí.

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