viernes, 5 de junio de 2020

Louis Hamon


Ya no hacemos dioses de piedra, pero hacemos otros menos tangibles: dioses de las ideas, dioses de las teorías, dioses que no dejan ninguna ruina visible, excepto en los corazones traicionados de aquellos que alguna vez fueron creyentes. Nuestras diferentes religiones han construido templos, es verdad, pero no como los templos de creencias pasadas. Ya no tenemos tiempo de cincelar en nuestros templos la historia de nuestra era, y valoramos su gloria en la riqueza de sus ingresos. Ya no hacemos sacrificios sangrientos, pero en nuestra rivalidad egoísta y ambiciosa nuestros caminos están inundados por sacrificios más terribles.
Sustituimos nuestras creencias por hechos tangibles, que torturan, que encadenan y embotan nuestra conciencia, que nos hace  esclavos del egoísmo de algún dios humano, que a fin de cuentas cambia y nos deja destruidos y perdidos con nuestra desilusión.
A pesar de todo, la ley de la vida y la muerte continúa siendo la misma. Las flores del campo florecen para marchitarse y lo mismo pasa con nosotros. Los niños vienen y van como los brotes de los árboles. Ríen, juegan, se ven alegres cómo las flores, pero como las flores están inconscientes del gusano de la muerte que han heredado y que avanza lentamente hacia el centro de sus corazones para dañarlos y destruirlos. Aún así, seguimos llevando tributo a los sepulcros, rezandole a este santo o aquel dios, pero la llaga se extiende, sufrimos y llega el fin. Solamente cuando afrontamos este momento supremo, nos damos cuenta de cuan terrible e inevitable es el destino. Sólo cuando estamos  impotentes, cuando estamos aturdidos por un algo que no podemos resistir, inclinamos la cabeza cobardemente y nuestros labios murmuran: <<Hágase tú voluntad>>, y aún así, el alma se rebela. ¡Demasiado tarde!.

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