martes, 12 de enero de 2021
Alejandro Jodorowsky
Para poder tocar bien a un ser, despertando en él su Yo esencial (que los
Evangelios llaman «Espíritu Santo»), debemos concentrar en nuestras manos la
fuerza corporal, libidinal, emocional y mental. Sentir en ellas el espacio infinito, el
tiempo eterno, el amor inconmensurable que es raíz de la materia, la grandiosa alegría
de la vida. Cuando tocamos al otro podemos transmitirle todo ello. Tocar es
acompañar. Viene a verme Marcela, una joven mexicana de hermosa piel morena y exuberantes formas. A
pesar de que sabe que no concedo consultas privadas y que todos mis actos de psicomagia los hago en
público, me acosa hasta conseguir verme a solas. Le pregunto:
-¿Por qué has deseado tanta privacidad? ¿Tienes algún secreto?
-Sí. Quiero hacer el amor con usted. Ése es mi problema.
No puedo mostrar una actitud de rechazo. Esta mujer ha venido desde muy lejos para decirme
tal cosa. Le respondo con calma:
-Escúchame bien, te voy a abrazar para que te pegues a mí con toda tu energía sexual. No la
retengas.
Entonces Marcela se comprime contra mí, como si tratara de incrustarse entera en mi cuerpo. Yo
la recibo sin oponerle barreras, en un estado de vacío, sin ningún deseo de posesión. Cuanto más me da,
más la acojo. Cuando se siente así recibida, se queda quieta. Le digo con dulzura:
-Ahora absorbe tu energía sexual, no la dirijas hacia mí sino hacia tu corazón. Concéntrala en tus
latidos. Deja que se mezcle con tu sangre. ¿Qué edad tienes?
Me responde con voz de niña: -Cinco años.
-Hija mía, reposa entre mis brazos.
Instantáneamente, su deseo sexual se convierte en lo que en verdad es: la petición de ternura de
una niña a un padre ausente. Solloza apoyada en mi pecho derramando lágrimas que ha contenido
durante muchos años.
Imponer las manos significa entrar en contacto con el cuerpo, el alma y el
espíritu de quien nos necesita.
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