martes, 15 de diciembre de 2020

Carl Jung



Con ello comencé a experimentar una intranquilidad,
que no sabía qué significaba, o qué es lo que «se» quería
de mí. Existía una atmósfera extrañamente cargada a mi
alrededor y tenía la impresión de que el aire estaba lleno
de entes fantasmagóricos. Entonces comenzaron a rondar
duendes por la casa: mi hija mayor veía por la noche una
figura blanca atravesar la habitación. Mi otra hija contaba
—independientemente de la primera— que le habían le-
vantado la manta de la cama dos veces por la noche y mi
hijo de nueve años tuvo un sueño terrorífico. Por la ma-
ñana pidió lápices de colores a su madre y él, que nunca había hecho un dibujo, dibujó el sueño. Lo llamaba «El di-
bujo del pescador». En medio del dibujo había un río y en la
orilla estaba un pescador con una caña de pescar. Había
atrapado un pez. En la cabeza del pez se hallaba una chi-
menea a través de la cual salía fuego y humo. Por la otra
orilla llegaba el diablo volando por los aires. Juraba que le
habían robado el pez. Pero sobre el pescador se cernía un
ángel que decía: «Tú no puedes hacerle nada: ¡pesca sólo los
peces malos!» Este dibujo lo hizo mi hijo la mañana de un
sábado.
El domingo por la tarde, hacia las cinco, en la puerta de
la casa sonó la campanilla con insistencia. Era un domingo
luminoso y las dos muchachas estaban en la cocina desde
donde se podía ver el espacio abierto ante la puerta de la
casa. Yo me encontraba cerca de la campanilla, la oí sonar y
vi cómo se movía el martillo. Todos corrieron in-
mediatamente hacia la puerta para ver quién llamaba ¡pero
allí no había nadie! ¡Nos miramos como alelados! ¡Les digo
que la atmósfera estaba cargada! Entonces supe que tenía
que suceder algo. La casa estaba repleta de gentío, toda llena
de espíritus. Los había hasta bajo la puerta y se tenía la
sensación de apenas poder respirar. Naturalmente, me
acuciaba la pregunta: «Por el amor de Dios, ¿qué es esto?»
Entonces gritaron en coro: «Regresamos de Jerusalén, donde
no hallamos lo que buscábamos.» Estas palabras
correspondían a las primeras líneas del Septem Sermones ad
Mortus.
Entonces la inspiración comenzó a fluir de mí y en tres
tardes escribí este acontecimiento. Apenas hube dejado la
pluma, desapareció la legión de espectros. El aquelarre había
terminado. La habitación se volvió tranquila y pura la
atmósfera. Así hasta la noche siguiente, en que nuevamente
se amotinaron algo y se fueron del mismo modo. Esto fue en
1916.
Este acontecimiento hay que aceptarlo tal como fue o
como pareció ser. Posiblemente tuvo relación con el estado
emocional en que entonces yo me encontraba y en el que podían
 presentarse fenómenos parapsicológicos. Era
una constelación inconsciente, y la atmósfera característi-
ca de tal constelación me era bien conocida como numen
de un arquetipo. «¡Es apto, se manifiesta!» El intelecto de-
sea naturalmente apropiarse un conocimiento científico
sobre un hecho de este tipo, o mejor todavía aniquilar todo
lo sucedido como una anomalía. ¡Qué desesperación sería
un mundo sin anomalías!

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