martes, 21 de abril de 2020

Carl Jung



Una vez apareció una mujer de unos cincuenta y ocho años, aparentemente versada en cuestiones religiosas. Iba con muletas, conducida por su sirvienta. Desde los diecisiete años sufría de parálisis dolorosa en la pierna izquierda. La hice sentar en una cómoda silla y le pregunté sobre su historia. Comenzó a relatar y a gemir y surgió toda la historia de su enfermedad, con todo detalle. Finalmente la interrumpí y dije: «Bueno, ahora no disponemos de tiempo para hablar tanto. Ahora debo hipnotizarla.» Apenas hube dicho esto, cerró los ojos y cayó en profundo trance, ¡sin hipnotizarla en absoluto! Me asombré, pero la dejé en paz. Hablaba sin tasa y contó los más extraños sueños que ponían en evidencia la profunda experiencia del inconsciente. Sin embargo, comprendí esto sólo mucho más tarde. Entonces lo interpreté como una especie de delirio. Pero la situación me resultaba algo incómoda. ¡Allí estaban veinte estudiantes ante los que quería demostrar una hipnosis! Cuando al cabo de media hora quise despertar a la paciente, no se despertaba. Me resultó inquietante y comencé a pensar que al fin pudiera haber hallado una psicosis latente. Transcurrieron diez minutos hasta que logré despertarla. ¡No podía permitir que los estudiantes notasen mi miedo! Cuando la mujer volvió en sí estaba mareada y confusa. Intenté tranquilizarla: «Soy el médico y todo va bien.» A lo que exclamó: «¡Pero yo estoy ya curada!», tiró las muletas y pudo andar. Yo me sonrojé y dije a los estudiantes: «Han visto ustedes ahora lo que se puede conseguir con la hipnosis.» Pero no tenía la menor idea de lo que había pasado. Ésta fue una de las experiencias que me alentaron a aceptar la hipnosis. No comprendía qué era lo que había sucedido, pero la mujer estaba realmente curada y se marchó feliz. Le rogué que me informara de su estado en lo sucesivo, pues contaba que, a más tardar al cabo de un día, experimentaría una recaída. Pero los dolores no volvieron y tuve que admitir, pese a mi escepticismo, el hecho de su curación. En la primera clase del semestre de verano del año siguiente volvió a aparecer. Esta vez se quejaba de fuertes dolores en la espalda que hacía poco se le habían presentado. Yo no excluía que dependieran de las nuevas clases recomenzadas. Quizás había leído la noticia de mis clases en el periódico. Le pregunté cómo comenzaron los dolores y qué era lo que los causaba. Pero ella no podía recordar que hubiera sucedido nada en un tiempo determinado y no sabía dar explicación alguna. Finalmente logré arrancarle que los dolores habían comenzado de hecho el mismo día y a la misma hora en que se anunció en el periódico que yo reemprendía las clases. Ciertamente esto confirmaba mis sospechas, pero no llegaba a comprender qué es lo que pudo haber operado la milagrosa curación. Volví a hipnotizarla, es decir, volvió a caer, como entonces, en trance espontáneamente, y luego quedó libre de sus dolores. Después de la clase la retuve para saber detalles de su vida. Resultó que tenía un hijo anormal que se encontraba en la clínica, en mi sección. Yo no sabía nada de ello
porque ella llevaba el nombre de su segundo marido, mientras que el hijo nació del primer matrimonio. Era su único hijo. Naturalmente, ella había esperado tener un hijo inteligente y afortunado y se sintió profundamente desilusionada cuando ya en sus años mozos enfermó psíquicamente. Entonces yo era un médico todavía joven y representaba para ella todo lo que había deseado para su hijo. Por ello sus ambiciosos deseos, que ella había alimentado como madre, se proyectaron sobre mí. Me adoptó, por así decirlo, como hijo y anunció urbi et orbi su extraordinaria curación. En realidad mi fama local como mago se la debo a ella, y la historia pronto la supieron todos, incluso mis primeros pacientes. ¡Mis actividades terapéuticas comenzaron, pues, porque una madre me había puesto a mí en el lugar de su hijo anormal! Naturalmente, le expliqué toda esta serie de circunstancias y supo comprenderlo muy bien. Posteriormente no tuvo ya más recaídas. En realidad ésta fue mi primera experiencia terapéutica, podría decir mi primer análisis. Recuerdo claramente la conversación con la dama en cuestión. Era inteligente y agradecida en grado sumo porque yo me la había tomado en serio y me había interesado por su destino y el de su hijo. Esto la ayudó.

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