En principio no me resultó fácil asignar a Freud el lugar adecuado en mi vida o situarme correctamente respecto a él. Cuando conocí su obra, tenía yo todavía ante mí toda una larga carrera y estaba en vías de acabar un trabajo que debía llevarme hacia adelante en la universidad. Pero Freud, en el mundo académico de aquella época, era persona no grata, y el estar en relaciones con él era perjudicial a cualquier celebridad científica. La «gente importante» le mencionaba, todo lo más, a escondidas y en los congresos se le discutía sólo en los pasillos, nunca en las sesiones. Así pues, no me resultó agradable tener que constatar la coincidencia de mis ensayos de asociación con las teorías de Freud. En cierta ocasión me hallaba en mi laboratorio preocupado por esta cuestión cuando el demonio me sugirió que tenía derecho a publicar los resultados de mis experimentos y mis conclusiones, sin mencionar a Freud. Realmente había elaborado mis ensayos mucho antes de comprenderlo. Pero entonces oí la voz de mi segunda personalidad: «Si tú haces como si no conocieras a Freud, ello constituye una falsedad. No se puede situar la vida sobre una mentira.» Con ello el caso estuvo solucionado. Desde entonces me declaré públicamente a favor de Freud y combatí por él.
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