martes, 14 de abril de 2020

Carl Jung

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Esta evolución filosófica se extendió desde los dieciséis
años hasta los de mi licenciatura en medicina. Ella trajo
como consecuencia un cambio radical de mi actitud frente al
mundo y a la vida. Si en un principio había sido tímido,
miedoso, desconfiado, descolorido, delgado y de salud
aparentemente precaria, se me despertó ahora un insaciable
apetito en todos los aspectos. Sabía lo que quería y obré en
consecuencia. Evidentemente me volví más amable y
expansivo. Descubrí que la pobreza no era ninguna
desventaja ni mucho menos la causa primordial del
sufrimiento y que los hijos de los ricos no se encontraban en
absoluto en ventaja con respecto a los muchachos pobres y
mal vestidos. Existían razones mucho más profundas para la
felicidad y la desgracia que la cuantía del dinero disponible.
Gané más y mejores amigos que antes. Sentía bajo mis pies
un suelo más firme e incluso hallé el valor de hablar con toda
franqueza de mis pensamientos. Pero esto era, como pronto
supe, un error del que tuve que arrepentirme. Choqué no sólo
con la extrañeza o la burla, sino también con un rechazo
hostil. Para mi mayor asombro y disgusto descubrí que para
cierta gente yo pasaba por fanfarrón y blangueur. La
primitiva sospecha de impostor volvió a repetirse aunque en
otra forma. Nuevamente tuvo que ver con un tema de
redacción que me había interesado. A tal efecto escribí mi
redacción con especial cuidado, por lo cual pulí al máximo
mi estilo. El resultado fue catastrófico: «He aquí una
redacción de Jung», dijo el maestro, «es, desde luego,
brillante, pero tan improvisada que se ve cuán poca seriedad
y trabajo ha puesto en ella. Puedo decirte, Jung, que con esta
ligereza no lograrás triunfar en la vida. Hace falta seriedad y
esmero, trabajo y esfuerzo. Mira la redacción de D. No tiene
nada de tu brillantez, pero es sincera, hecha a conciencia y es-
merada. Tal es el camino para triunfar en la vida».
Mi fracaso no fue tan radical como la primera vez, pues
el profesor —contre coeur— estaba impresionado por mi
redacción y por lo menos no pensó que yo la hubiera
plagiado. Sin embargo, protesté contra sus censuras, pero me
replicó con la observación: «Según la Ars Poetica, el mejor
poema es aquel en el que no se observa el esfuerzo para
crearlo. Pero esto no vale para tu redacción. No me harás
cambiar de opinión. Ha sido escrita descuidadamente y sin
dedicar esfuerzo.» En ella, yo lo sabía, había un par de
buenos pensamientos en los que el profesor no había entrado
en absoluto.
Este hecho me amargó ciertamente, pero los recelos
surgidos entre mis compañeros me afectaban más, pues me
amenazaban nuevamente con sumirme en el aislamiento y la
depresión anteriores. Yo me rompía la cabeza para dilucidar
en qué hubiese yo podido causar tales suspicacias. Tras
cuidadas indagaciones averigüé que se desconfiaba de mí
porque frecuentemente hacía observaciones o referencias a
cosas que yo no podía saber en absoluto, por ejemplo, daba
yo a entender que sabía algo de Kant o de paleontología,
cosas que no se «daban» en la escuela. Estas asombrosas
constataciones me mostraron que las cuestiones propiamente
acuciantes no formaban parte de lo cotidiano, sino al igual
que mi antiguo secreto, el mundo de Dios, del cual era mejor
no decir nada.
A partir de entonces procuré prescindir de tales cues-
tiones «esotéricas» entre mis compañeros, y entre los adultos
no sabía de nadie con quien pudiera hablar sin tener que
temer que se me tuviera por un fanfarrón y un impostor. Lo
que me resultó más penoso fue el entorpecimiento y el
impedimento a todos mis intentos de suprimir en mí la
separación entre ambos mundos. Siempre surgían
acontecimientos que me sacaban de mi existencia cotidiana y
me empujaban al ilimitado «mundo de Dios».
La expresión «mundo de Dios», que para ciertos oídos suena a algo sentimental, 
no tenía para mí, en absoluto, tal
carácter. Al «mundo de Dios» pertenecía todo lo «so-
brehumano», luz deslumbrante, tinieblas del abismo, la
fría apatía de la infinitud en el tiempo y en el espacio y lo
grotesco y misterioso del mundo irracional del azar.
«Dios» era para mí todo, en especial lo no edificante.

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