miércoles, 29 de enero de 2020

Las Flores

Bennet Cerf relata este conmovedor episodio sobre un autobús que iba dando tumbos por un camino rural en el sur de los Estados Unidos. En un asiento iba un delgadísimo anciano con un ramo de flores frescas en la mano. Al otro lado del pasillo viajaba una muchacha cuyos ojos se volvían una y otra vez hacia las flores. Cuando le llegó el momento de descender, impulsivamente, el anciano dejó caer las flores sobre la falda de la chica. —Ya veo que te gustan las flores —explicó—, y creo que a mi mujer le gustaría que las tuvieras. Le diré que te las he dado. La joven le agradeció las flores y se quedó mirando al anciano que, tras bajarse del autobús, cruzó el umbral de un pequeño cementerio. 

lunes, 27 de enero de 2020

Moisés Mendelssohn

Moisés Mendelssohn, el abuelo del conocido compositor alemán, estaba lejos de ser un hombre guapo. Además de ser bajo, tenía una grotesca joroba. Un día visitó a un comerciante de Hamburgo que tenía una hija encantadora llamada Frumtje. Moisés se enamoró desesperadamente de ella, pero a Frumtje le repugnaba su aspecto deforme. Cuando llegó el momento de irse, Moisés reunió todo su valor para subir las escaleras hasta la habitación de ella y tener una última oportunidad de hablarle. Aunque ella era una visión de celestial belleza, a él le causó profunda tristeza que se negara a mirarlo. Después de varios intentos de entablar conversación, le preguntó tímidamente si ella creía que los matrimonios se hacen en el cielo. —Sí —respondió ella, sin dejar de mirar al suelo—. ¿Y vos? —Sí, también lo creo —fue la respuesta. Y continuó—: Fijaos que en el cielo, en el momento del nacimiento de un niño, el Señor anuncia con qué niña se ha de casar. Cuando yo nací, me mostraron a mi futura esposa, pero el Señor añadió—: Pero tu mujer será jorobada. En ese mismo momento, clamé: «Oh, señor, una mujer jorobada sería una tragedia. Os ruego que me deis a mí la joroba y preservéis su belleza». Entonces, Frumtje lo miró a los ojos y se sintió conmovida por un profundo recuerdo. Le ofreció su mano a Mendelssohn y con el tiempo llegó a ser su dedicada esposa. Barry y Joyce Vissell

Todo lo que recuerdo

Cuando mi padre hablaba conmigo, siempre iniciaba la conversación preguntándome: «¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?». Su expresión de amor encontraba respuesta y, en sus últimos años, cuando su vitalidad empezó a disminuir visiblemente, nuestra intimidad se hizo aún mayor... si tal cosa era posible. A los ochenta y dos años estaba preparado para morir, y yo estaba dispuesto a dejarlo ir, para que su sufrimiento terminara. Nos reíamos y llorábamos, nos tomábamos de las manos y nos confesábamos el uno al otro nuestro amor, y ambos coincidíamos en que era el momento de partir. —Papá, quiero que después de haberte ido me envíes una señal de que estás bien —le decía yo, y él se reía ante el absurdo de aquellas palabras; papá no creía en la reencarnación. Tampoco yo estaba seguro de que esa posibilidad existiera, pero había tenido muchas experiencias que me convencieron de que podía esperar alguna señal «desde el otro lado». Entre mi padre y yo había una relación tan profunda que, en el momento en que murió, yo sentí en mi pecho su ataque cardíaco. Y me dolió profundamente que el hospital, en su estéril sabiduría, no me hubiera permitido sostenerle la mano mientras se iba. Día tras día rezaba pidiendo saber algo de él, pero nada sucedía. Noche tras noche pedía soñar con él antes de quedarme dormido. Y, sin embargo, pasaron cuatro largos meses sin que yo sintiera nada más que la pena por haberlo perdido. Cinco años antes, mi madre había muerto del mal de Alzheimer y, aunque yo tenía hijas ya mayores, me sentía como un niño perdido. Un día, mientras estaba tendido en una camilla de masaje, en una habitación oscura y tranquila, esperando mi turno, me invadió una oleada de nostalgia por mi padre. Empecé a preguntarme si habría sido demasiada exigencia pedirle una señal. Advertí que me encontraba en un estado de extremada lucidez. Tuve una experiencia excepcionalmente clara, en la cual hubiera sido capaz de sumar mentalmente largas columnas de cifras.
Quise asegurarme de estar despierto y no dormido, y comprobé que estaba tan lejos como es posible de cualquier cosa que tuviera que ver con el sueño. Cada pensamiento que tenía era como una gota de agua que perturbara un estanque inmóvil, y la paz de cada momento transcurrido me maravillaba. Entonces pensé: «He estado intentando controlar los mensajes que vienen desde el otro lado, pero ahora dejaré de hacerlo». De pronto se me apareció el rostro de mi madre; su rostro, tal como había sido antes de que la enfermedad de Alzheimer la despojara de su mente, de su condición humana y de más de veinte kilos. El magnífico cabello plateado enmarcaba su dulce rostro. Era tan real y estaba tan próxima, que tuve la sensación de que si extendía la mano podría tocarla. Tenía el mismo aspecto que doce años atrás, antes de que se iniciara su decadencia. Hasta podía sentir la fragancia de Joy, su perfume favorito. Parecía que estuviera esperando y no hablaba. Me pregunté cómo podía ser que yo estuviera pensando en mi padre y ella apareciera ante mí; me sentí un poco culpable de no haber pedido también su presencia. —Oh, madre, lamento tanto que hayas tenido que sufrir con aquella terrible enfermedad —expresé. Ella inclinó ligeramente la cabeza, como para reconocer lo que yo había dicho sobre su sufrimiento. Después sonrió, con una hermosa sonrisa, y dijo muy claramente: —Lo único que yo recuerdo es el amor. Y desapareció. Empecé a estremecerme, parecía que la habitación se hubiera enfriado súbitamente, y en los huesos supe que el amor que damos y que recibimos es lo único que importa y lo único que se recuerda. El sufrimiento desaparece; el amor perdura. Sus palabras son lo más importante que jamás he oído y aquel momento ha quedado grabado para siempre en mi corazón. Todavía no he visto ni he oído a mi padre, pero no me cabe duda de que cualquier día, cuando menos lo espere, se me aparecerá para preguntarme: —¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero? 
Bobbie Probstein

Yevgueni Yevtushenko

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La mitad no quiero de nada!
¡Que sea mío el cielo todo!
¡La tierra toda, mía!
Mares y ríos, el torrente de la montaña,
¡míos! No los comparto.
No me seducirás, vida, con una parte.
¡Será todo o nada! ¡Yo podré con todo!
No quiero ni la felicidad
ni el dolor a medias.
¡Quiero, sí, la mitad de la almohada
donde, pegado a tu mejilla,
como una pobre estrella fugaz,
fulgure el anillo de tu dedo…

W. B. Yeats

La imagen puede contener: texto que dice "Sabemos de sus sueños; por lo menos, sabemos que soñaron y están muertos. No importa que un amor excesivo los asombrase hasta su muerte. Lo digo en mi MacDonagh y MacBride y Connolly y Pearse, ahora y en lo sucesivo, allí donde el verde es perpetuo, todo ha cambiado, cambió por completo; una belleza terrible ha 34"

Con ellos me he cruzado al caer el día
cuando venían, la mirada intensa,
de algún escritorio o ventanilla
entre sombrías casas dieciochescas.
Con la cabeza los he saludado,
o con alguna amable frase hecha;
me he detenido otras veces un rato
a decir otra amable frase hecha,
y antes de terminarla he pensado,
en un escarnio o maledicencia
para dar gusto a alguien sentado
en el club, cerca de la chimenea,
seguro como estaba de que todos
en un país de bufones vivimos;
todo cambiado, cambiado del todo:
una terrible belleza ha nacido.
El día se pasaba esa mujer
ocupada en su buena voluntad
de ignorante; la noche, en perder
la voz por discutir y pelear.
¿Acaso existía voz más grata
que su voz cuando, bonita y joven,
en pos de los lebreles cabalgaba?
Dirigía una escuela este hombre,
jinete del caballo alado nuestro;
este otro, su ayudante y amigo,
entonces empezaba a mostrar genio,
podría haber adquirido prestigio,
su sensibilidad tal parecía,
tal el arrojo y la delicadeza
de sus ideas. A este veía
en sueños, jactancioso, sin maneras,
y borracho. Peor no pudo obrar
con personas a quienes quiero tanto,
pero en esta canción figurará,
y es que también él ha renunciado
a su papel en la incierta comedia;
él también ha cambiado y se ha visto
transformado de todas las maneras:
una terrible belleza ha nacido.
A lo largo de inviernos y veranos
un corazón con una idea fija
parece convertida por encanto
en piedra que agita las aguas vivas.
El caballo que por la senda corre,
el jinete, los pájaros de vuelo
errante atravesando nubarrones:
ellos cambian momento tras momento;
una sombra de nube en curso de agua,
de un momento a otro ha cambiado;
en la ribera un casco resbala,
y un caballo cae chapoteando;
va la zancuda focha a sumergirse,
a un macho llama una focha hembra;
ellos momento tras momento viven,
y sigue en medio de todo la piedra.
En piedra puede acabar convertido
un corazón de sacrificar tanto.
Ah, ¿cuándo se hartarán? Papel divino
es ese, el nuestro es ir musitando
nombre tras nombre, como una madre
el de su hijo, cuando al fin el sueño
se apodera de las extremidades
que estaban agitándose sin freno.
¿Y no es esto el anochecer acaso?
No, no, no es la noche; es la muerte;
¿Fue inútil esa muerte al fin y al cabo?
Porque Inglaterra su palabra puede
cumplir por todo lo dicho y hecho.
Conocemos el sueño de ellos; basta
con saber que soñaron y están muertos.
Pero ¿qué importa si un amor sin tasa
hasta la muerte los enajenó?
Todo esto voy yo a escribir en rima:
MacBride y MacDonagh, el profesor,
Pearse y Connolly, el sindicalista,
ahora mismo y en tiempos venideros,
dondequiera que el verde sea exhibido,
del todo habrán cambiado todos ellos:
una terrible belleza ha nacido.

Los Amaba

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Un profesor universitario quiso que los alumnos de su clase de sociología se adentrasen en los suburbios de Boston para conseguir las historias de doscientos jóvenes. A los alumnos se les pidió que ofrecieran una evaluación del futuro de cada entrevistado. En todos los casos los estudiantes escribieron: «Sin la menor probabilidad». Veinticinco años después, otro profesor de sociología dio casualmente con el estudio anterior y encargó a sus alumnos un seguimiento del proyecto, para ver qué había sucedido con aquellos chicos. Con la excepción de veinte individuos, que se habían mudado o habían muerto, los estudiantes descubrieron que 176 de los 180 restantes habían alcanzado éxitos superiores a la media como abogados, médicos y hombres de negocios. El profesor se quedó atónito y decidió continuar el estudio. Afortunadamente, todas aquellas personas vivían en la zona y fue posible preguntarles a cada una cómo explicaban su éxito. En todos los casos, la respuesta, muy sentida, fue: «Tuve una maestra». La maestra aún vivía, y el profesor buscó a la todavía despierta anciana para preguntarle de qué fórmula mágica se había valido para salvar a aquellos chicos de la sordidez del suburbio y guiarlos hacia el éxito. —En realidad es muy simple —fue su respuesta—. Yo los amaba.

 Eric Butterworth

lunes, 20 de enero de 2020

F. DAVID PEAT

La ciencia puede haber descubierto la estructura interna del átomo, estudiado la geometría de la molécula de ADN, y explorado los misterios de los agujeros negros, pero, ¿cómo podría interpretar la experiencia de T. E. Lawrence al viajar por el desierto una mañana temprano? 
Nos pusimos en camino una de esas madrugadas despejadas en que el sol despierta los sentidos. Durante alrededor de una hora, en esa mañana, los sonidos, olores y colores del mundo impresionaron individual y directamente al hombre, sin ser filtrados o tipificados por el pensamiento.
 ¿Y se pueden aclarar los recuerdos de la infancia de Wordsworth? 
Hubo un tiempo en que el prado, la arboleda y el arroyo La tierra y cada visión común, Me parecían estar Ataviados de luz celestial, De gloria y de la frescura de un sueño.
Por un lado tenemos la inmediatez y el sabor de nuestras vidas, de la poesía, la música, el arte y el misticismo, y por otro, los descubrimientos y explicaciones objetivos de la ciencia. Por una parte existe la emoción, la belleza y la maravilla, y por otra, la posibilidad de que la conciencia sea un epifenómeno de determinadas reacciones electroquímicas complejas, de que la vida sea el producto de procesos moleculares fortuitos y que el universo sea un accidente. 

Juan José Millás

Me llegó fuera de tiempo, como un hilo desprendido del pasado, una felicitación de Navidad. Telefoneé al remitente para comentarle la rareza y me dijeron que acababa de fallecer. Una coincidencia. O una sincronicidad, según se mire. Por la tarde fui al tanatorio, para dar el pésame a la familia, y para disculparme por no acudir al entierro. Conté lo ocurrido a la viuda, a modo de consuelo absurdo, y regresé a casa para revisar la conferencia que tenía que pronunciar en Valladolid al día siguiente, casi a la misma hora en la que darían tierra a mi amigo.
Me presentó un profesor de la universidad algo prolijo que fue deteniéndose en cada una de mis novelas. Mientras él hablaba, descubrí en la tercera fila a un compañero del colegio cuyo nombre no me vino en ese momento a la cabeza. Llevaba en la mano un libro mío, por lo que supuse que al terminar el acto se acercaría en busca de una dedicatoria. Estas situaciones son siempre embarazosas, pues por lo general el otro da por supuesto que te acuerdas de cómo se llama. Es más, considera que lo contrario es una descortesía. Me apliqué, pues, a la tarea de recobrar el nombre de mi antiguo compañero sin que ninguna de las asociaciones que a tal fin intenté establecer produjeran el resultado deseado. En esto, cuando mayor era mi esfuerzo, el presentador citó un verso de Claudio Rodríguez. Y así era como se llamaba mi compañero de colegio, Claudio.
Al alivio por aquella coincidencia que acaba de venir en mi ayuda, le sucedió una sensación de extrañeza. Se trataba de la segunda sincronicidad de la que era víctima en dos días. Para algunos, estos sucesos son mensajes que deberíamos esforzarnos en interpretar. Lo que no está claro es de dónde vienen. Recordé que unos días antes los periódicos, al dar la noticia de la muerte de Boby Fischer, señalaron que había muerto a los 64 años, el número de casillas que tiene el tablero del ajedrez. Otra coincidencia significativa. La persona que me presentaba era, por cierto, manca. Me pregunté si la simetría de los cuerpos era una coincidencia también, una casualidad, pues no dejaba de ser raro que en el lado derecho surgiera una mano idéntica a la del izquierdo. Quien dice la mano dice el ojo o el pulmón o los testículos. El hígado, en cambio, carecía de réplica. Un órgano no coincidente, se podría decir.
Cuando el presentador me dio paso, acababa de recordar la historia de aquella paciente que le estaba contando a Jung un sueño relacionado con un escarabajo de oro cuando entró por la ventana un insecto de esa naturaleza. Jung atraía como un imán a las casualidades. De hecho, fue él, junto al premio Nobel de Física Wolfang Pauli, quien utilizó el término "sincronicidad" para nombrar estos sucesos que nos transmiten la ilusión de que todo está conectado. Lo que implicaría que todo está al servicio de algo y que la vida, por tanto, tiene algún sentido.
No sé por qué, empecé la conferencia contando la anécdota del escarabajo atribuida descubridor del inconsciente colectivo. Como el público se mostró interesado, expuse tres o cuatro casos más de sincronicidades famosas que logré enlazar milagrosamente con el tema del que había prometido hablar. Finalizada mi charla, el presentador dio paso a un coloquio en el que algunas personas del público narraron sus propias experiencias relacionadas con el ámbito de la sincronicidad. Advertí que el asunto apasionaba a la gente y lo atribuí a la necesidad del sentido.
Cuando llegó la hora de firmar libros, puse a Claudio una dedicatoria muy cariñosa que leyó con sorpresa.
Yo no soy Claudio -dijo. Y al observar mi desconcierto añadió-: Claudio era mi compañero de pupitre. Por cierto que vive en Alemania.
Antes de que me diera tiempo a disculparme, y como hubiera más gente esperando que le firmara mi libro, se marchó por donde había venido sin revelar su verdadero nombre. Volví a casa impresionado por aquella suerte de "discronicidad", que no me pude quitar de la cabeza durante los días siguientes. La sensación se fue atenuando como se atenúa la influencia de los sueños a medida que pasa la jornada. Pero ayer mismo, resolviendo el crucigrama del periódico, me vino a la cabeza el verdadero nombre de la persona que había acudido a mi conferencia. Se llamaba Germán. Curiosamente, Germán me había dicho que Claudio vivía en Alemania, otra curiosa coincidencia. Y así, enlazando significados, es como comienza una crisis paranoica, que es lo que pretendía contarles. Buenos días.

https://www.laopinioncoruna.es/contraportada/2650/crisis-paranoica/161666.html

Juan José Millás

En medio del silencio de la noche escuché el sonido de mi móvil, que parecía provenir del armario. Primero pensé que se trataba de un sueño; luego, que me lo había dejado encendido en el bolsillo de la chaqueta. Abrí los ojos, prendí la luz y sorprendí, en el medio de la habitación, a un individuo que buscaba su teléfono por todos los bolsillos con una mano mientras me apuntaba con una pistola que llevaba en la otra. Imposible decir quién estaba más desconcertado, si el ladrón o yo. Por fin, dio con el aparato y lo atendió de mala gana: "¿Qué pasa?", preguntó irritado por aquella inoportuna llamada. Luego, al escuchar lo que le decían, se dejó caer sobre una esquina de la cama como si le hubieran abandonado las fuerzas. "Ha muerto mi madre", me dijo en un aparte. "Lo siento", añadí yo ridículamente desde mi pijama de rayas.
Comprendí que tenía que aprovechar aquellos instantes de abatimiento del delincuente para hacer algo, pero no sabía qué. Miré a mi alrededor en busca de algún objeto contundente y no vi más que un par de novelas policiacas y un inhalador nasal que había sobre la mesilla. Aunque de haber dispuesto de algo más duro, tampoco habría sabido cómo usarlo. Creo que conviene golpear en la nuca, pero se trata de un conocimiento teórico. Jamás he golpeado a un semejante. Además, el semejante del que hablo había comenzado a sorberse los mocos como un niño para contener las lágrimas. Colgó el teléfono, se incorporó y comprendí que se encontraba desorientado, sin saber a dónde dirigir sus pasos ni qué hacer con su cuerpo. Recorrió unos metros en dirección al armario y luego se volvió hacia mí para averiguar por dónde se salía.
Salté de la cama y lo guié por el pasillo. Una vez en la puerta, me preguntó si conocía el modo de ir al Doce de Octubre. "Espera un momento", respondí. Volví al dormitorio, me puse encima del pijama unos pantalones y una chaqueta y lo llevé en mi coche. Cuando llegamos al hospital, aún sostenía la pistola en una mano y el móvil en la otra. Le metí la pistola en un bolsillo, le abrí la puerta del coche, y lo vi alejarse en dirección a las instalaciones. Yo regresé a la cama y al día siguiente fingí que todo había sido un sueño.