lunes, 23 de diciembre de 2019

Philip K Dick

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Philip K. Dick. El visionario que dudó de la realidad

«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy


«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy importante. Tienen que pensar que, para mí también, el hecho de declarar algo así es una cosa terrible. Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única. Quizá lo sea el deseo de hablar de ella». La parrafada forma parte del discurso que Philip K. Dick leyó en una convención de ciencia ficción celebrada en Metz, Francia, en septiembre de 1977. El título elegido: «Si creen que este mundo es malo, deberían ver alguno de los otros». El público -progres del 68 que esperaban al Dick paranoico, drogata e incorregible de siempre- se quedó mudo cuando, al final de la conferencia, el escritor reconoció haber sido «una variable reprogramada en uno de esos insidiosos cambios de realidad que conforman la trama del Universo», y que había entrado directamente en contacto con el Programador. Es decir, con Dios. De hecho, Dick se consideraba «un peón de Dios».
Al bajar del estrado, la gente lo miró con estupor: el tipo no sólo estaba como un cencerro sino que, además... ¡se había vuelto beato! La anécdota, contada por Emmanuel Carr_re en la biografía «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos», ofrece una pista sobre la personalidad de este iluminado que siempre dudó de la realidad, que veía visiones (de Jesucristo y la antigua Roma) y experimentaba contactos con una entidad divina. Philip K. Dick se convirtió en un apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. Sus obras, marcadas por la duda existencial, fueron la «biblia psicodélica» de toda una generación. No están habitadas por héroes galácticos, sino por personas corrientes que descubren que sus familiares y amigos, o incluso ellos mismos, son alienígenas, robots o espías sometidos a lavados de cerebro.
Chicago, 16 de diciembre de 1928. Dorothy Kindred Dick dio a luz a una pareja de mellizos prematuros. Los llamaron Philip y Jane. La poca leche que la madre podía ofrecer a los bebés, la ignorancia y la falta de asesoramiento médico provocó que la niña muriera un mes y pico después. La enterraron en Fort Morgan, Colorado, de donde era originaria la familia paterna. Junto a su nombre, en la lápida, grabaron el de su hermano, con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio en blanco. Después, los Dick partieron rumbo a California.
Allí Philip residió la mayor parte de su vida. Escritor precoz, empezó a dedicarse a esta tarea profesionalmente en 1952. En los años 60 se echó en los brazos de la droga, un romance que puso bajo sospecha sus célebres «visiones».
El imperio nunca dejó de existir
En 1962 ganó el premio Hugo por «El hombre en el castillo», probablemente su mejor obra, una ucronía que sitúa la trama en Estados Unidos 15 años después de que las fuerzas del Eje derrotaran a los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Hitler queda incapacitado por sífilis cerebral, por lo que el canciller Martin Bormann asume el mando. Los nazis crean su propio imperio colonial, causando genocidios masivos de judíos y negros. También inician la carrera espacial, desarrollan la bomba atómica y la de hidrógeno... y montan una guerra fría con Japón, la otra potencia. Una historia alternativa.
A Dick le extrajeron una muela del juicio en febrero de 1974. El mundo era un dolor atroz que le latía en la mandíbula apenas suturada. Su mujer telefoneó al dentista, que prescribió un analgésico, y luego a la farmacia (era impensable abandonar al enfermo aunque fuera un minuto). Media hora después, una chica con uniforme blanco llamó a la puerta. Llevaba un paquete con el medicamento y un colgante de oro que representaba un pez. «¿Qué es eso?», preguntó el escritor, hipnotizado. «Un símbolo de los primeros cristianos», contestó ella. Dick tuvo una revelación. «El imperio nunca dejó de existir». La chica, como él, era una cristiana clandestina. La habían enviado para que se lo comunicara, portando un emblema que desatara sus recuerdos. Pero... ¿no estamos en 1974, en California? No. Phil se había unido al ejército de los Avisados: estamos en Roma, en el año 70 después de Cristo...
¿Locura? ¿Escapismo? «Creo que incluso en la novela fantástica más imaginativa el escritor siempre habla de nuestra humanidad», comenta Henri Loevenbruck, autor de «La loba y la niña» (Timun Mas), que reconoce la influencia de Dick en su obra. «La acción puede situarse en el futuro o en el pasado, incluso en un mundo imaginario, pero, de hecho, tratamos con algo que no tiene época, que va más allá del tiempo: nuestra especificidad como especie. Las buenas historias como las de Dick nunca envejecen, porque tratan sobre cuestiones universales que nos conciernen a todos. ¿Qué es lo real?, ¿cuál es mi lugar en esta realidad?, ¿qué es lo que me hace humano? Mis novelas son, para mí, un modo de encontrar los hilos invisibles que mantienen unidos a los hombres. Los libros permiten sentirnos menos solos en nuestro camino del nacimiento a la muerte».
Treinta y seis novelas y cinco colecciones de relatos después, el final de ese viaje llegó para Phil en 1982. Infarto cerebral. En el hospital, el encefalograma se convirtió en una línea recta que recorrió la pantalla durante cinco días. Lo desconectaron el 2 de marzo. Su padre, Edgar, muy anciano, llevó el cuerpo hasta Fort Morgan, donde un lugar lo aguardaba desde hacía 53 años. Sólo hubo que grabar la fecha de su muerte en la lápida.
 http://www.abc.es/hemeroteca/historico-01-04-2007/abc/Domingos/philip-k-dick-el-visionario-que-dudo-de-la-realidad_1632309198243.html#

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