Entrevista con Timothy Leary
“La literatura tiene el mismo fin que los psicodélicos: ser quienes queramos cuando queramos”
por Roberto Bartual
Mi nombre es Timothy
Leary y, aunque ahora parezco un anciano de aspecto sosegado, hubo un
tiempo en que el FBI me concedió el título de Enemigo Público Número
Uno. En aquel entonces también era un hombre tranquilo, pero eran otros
tiempos: a Bin Laden todavía debían de estar cambiándole los pañales y
uno tampoco tenía por qué hacer grandes méritos para llamar la atención
del FBI. Tan solo uno. Decirle a toda América que no solo es bueno
consumir drogas psicodélicas, sino también necesario. El problema es que
siempre importa menos lo que se dice, que quién lo dice. Y yo no era un
hippie de Haight-Ashbury. Era doctor en Psicología por Berkeley y
profesor en Harvard. Siempre me he sentido halagado por la importancia
que me otorgaron las fuerzas de la ley, ya que el empeño que el señor
Hoover puso en capturarme, en el fondo, daba la razón a mis ideas. Hubo
un momento, a mediados de los años 60, en el que a pesar de la evidente
tensión con la Unión Soviética, el comunismo dejó de ser brevemente la
principal amenaza de América. Al FBI y a la CIA le importaba mucho más
la repentina posibilidad de que millones de americanos empezaran a
consumir LSD con un motivo preciso: cambiar de forma radical su manera
de percibir la realidad.
FACTOR CRÍTICO: Las
palabras de Leary suenan, como siempre, convincentes y vivarachas; es
ese tipo de persona al que es difícil echar en cara la excesiva
importancia que se atribuye, pues resulta difícil saber si él mismo se
la toma en serio o no.
TIMOTHY LEARY: Claro que
no fui el único que estuvo en punto de mira de los federales. También
estaban Owsley Stanley, Kesey, la Weather Underground…
F.C.: Perdone, doctor Leary, no pensé que estuviera hablando en voz alta.
T.L.: Usted también tendrá que disculparme. A veces se me olvida que lo único que hago es representar un papel.
F.C.: Para la generación hippie
fue usted su Jesucristo Renacido, como rezaban los anuncios de algunas
de sus intervenciones públicas. Pero ¿no fue demasiado prematuro ese
papel? Quiero decir, con toda la controversia que empezó a rondar en
torno al LSD, ¿sigue creyendo que la opción que usted tomó fue la mejor?
¿De verdad fue buena estrategia hacer una apología tan pública de los
psicodélicos?
T.L.: Todavía me lo
pregunto. Pensé mucho en ello en su momento. Gente muy cercana a mí,
como Richard Alpert o Aldous Huxley, me advirtieron de ese peligro. Una
cosa es que un científico chiflado aparezca en los periódicos hablando
de las beneficiosas propiedades psicoterapéuticas del LSD y otra muy
distinta, que aparezca en los mismas portadas acompañado de los Beatles,
con un titular diciendo en mayúsculas que los ídolos de las niñas
adolescentes le dan al doctor Leary toda la razón.
F.C.: Lo cual debió asustar a la gente a la que no debía haber asustado.
T.L.:
Bastante, supongo. El gobierno estaba preocupado por la increíble
facilidad con la que muchos jóvenes de América se replanteaban
radicalmente la necesidad de cualquier tipo de estructura de poder.
Sabían perfectamente la función que estaban cumpliendo las drogas
psicodélicas en las revueltas universitarias y por eso temían que su uso
pudiera extenderse a sectores más amplios de la población. Si el LSD
estaba cambiando tan fácilmente los valores de jóvenes que sólo tenían
razones abstractas para estar enfadados el mundo, nada concreto como,
por ejemplo, trabajar bajo condiciones esclavistas o vivir preso de
fuertes requerimientos sociales, imagínese lo que habría podido pasar si
hubiera caído en manos como las de los mineros de Harlan County o, sin
ir tan lejos, en las de las amas de casa de la aburrida clase media
americana. Ken Kesey y yo teníamos demasiado acceso a los medios como
para no resultar amenazadores. El autor de un best-seller
popular y el psicólogo más brillante de Harvard asegurando al público
que el LSD es inofensivo, que no produce adicción y que puede ayudarles a
percibir que toda idea social preconcebida es una simple ficción. El
gobierno nunca tuvo realmente nada que temer de los hippies. Nunca
tuvieron la menor posibilidad de convencer a nadie “decente” de lo
correcto de su modo de vida. Por otro lado, al gobierno tampoco le
importaba demasiado Hollywood. Cary Grant aprovechaba la mínima
oportunidad en sus entrevistas para explicar cómo el LSD había cambiado
su vida, pero Hoover tampoco se echaba a temblar por ello. Grant era un
actor y, por muy popular que fuera, ninguna de sus fans iba a tomar al
pie de la letra las palabras de un actor.
F.C.: En cambio, usted
era un reputado investigador de Harvard que intentaba hacer que el LSD
adquiriera respetabilidad dentro de la comunidad científica. Háblenos de
sus experimentos de psicoterapia con psicodélicos.
T.L.: En realidad lo que usamos para esos experimentos fue psilocibina, no LSD. Aunque los efectos son prácticamente comparables.
F.C.: ¿En qué consistieron esos experimentos?
T.L.: La psilocibina, el
LSD, la mescalina y, en realidad, cualquier otra sustancia psicodélica
colocan la mente humana en un estado de extrema sugestión y
moldeabilidad. Similar al que produce la hipnosis, pero con
ramificaciones más profundas y manteniendo un estado de absoluta
consciencia. Bajo los efectos de un psicodélico, cualquier estímulo
externo, por pequeño que sea, es capaz de producir en el sujeto
conexiones mentales inusuales de un contenido emocional asombroso. A
veces, incluso llega a revivir, de manera completa, experiencias
pasadas, placenteras o traumáticas. Al hacerlo, algunos de sus complejos
más profundos pueden quedar resueltos de manera inesperada. Es entonces
cuando se produce lo que yo llamo el retroquelado mental. La
mente humana es como ese juguete infantil que consiste en hacer encajar
bloques de madera con forma cilíndrica, de estrella o de cubo, en una
serie de agujeros de molde similar. Hay momentos de nuestra vida en los
que, si nos dan un cubo, intentamos desesperadamente meterlo en el
agujero con forma de círculo y un psicoanalista puede tardar hasta diez
años en hacer que su paciente se dé cuenta de ello. Cuando Richard
Alpert y yo empezamos a investigar con psilocibina, nos dimos cuenta de
que nuestros pacientes podían llegar espontáneamente a la misma
conclusión en una sola sesión. Entonces les ayudábamos a retroquelar
sus mentes: hacer que cambien el agujero con forma de círculo por el
agujero con forma de cubo, antes de hacer encajar el bloque de nuevo.
F.C.: Eso suena bastante a reprogramación mental, ¿no?
T.L.: De hecho lo es. Pero ¿no se puede decir lo mismo del psicoanálisis como metodología, en general?
F.C.: ¿No tenía miedo de que lo tomaran por el clásico Mad Doktor?
T.L.: Se nos pasó por la cabeza la imagen de Rudolph Klein-Rogge en Metrópolis,
sí, pero después del tremendo éxito que tuvieron los experimentos, en
Harvard nos empezaron a mirar con una mezcla de respeto y cierto temor
reverencial. Conseguimos que la universidad financiara una terapia con
psilocibina para un grupo de presos en la cárcel de Concord. Los
sometimos a varias sesiones de terapia grupal; la mayor parte de ellas,
de preparación: solo administramos la droga dos veces a cada preso. Al
finalizar la terapia, un 75% de ellos aseguró haber pasado por una
experiencia clave en su vida que había cambiado su manera de pensar de
forma positiva. Una vez salieron de la cárcel, calculamos la tasa de
retorno, es decir, el número de ellos que, después de cometer otro
crimen, volvía a ingresar en el sistema penitenciario. De nuestro grupo,
volvieron un 20%. El porcentaje medio en la prisión de Concord era de
un 60%. De ese modo conseguimos demostrar que es posible utilizar los
alucinógenos para deshacer patrones obsesivos de pensamiento y conductas
autodestructivas.
F.C.: Fue entonces cuando detuvieron sus experimentos.
T.L.: Más o menos.
Cortaron la financiación sin darnos muchas explicaciones un tiempo
después de que publicáramos nuestros resultados.
F.C.: Un poco sospechoso.
T.L.: Sí,
al principio aceptamos a regañadientes el pretexto que nos dio el
rector. Que estábamos atrayendo demasiada atención sobre Harvard. Lo
cual no tenía ningún sentido, ya que la comunidad científica había
recibido con euforia nuestro descubrimiento. En 1963, Alpert y yo fuimos
expulsados de la universidad. Poco después nos enteramos de la verdad. Y
la verdad se llamaba Proyecto MK-ULTRA. Durante los años 50, la CIA
había estado experimentando en Harvard con LSD, de forma secreta,
tratando de averiguar qué uso podía dársele a la droga en la “guerra
silenciosa”. Básicamente tratando de inducir estados de terror en los
sujetos experimentales. Sin embargo, descubrieron que los efectos de la
droga eran demasiado impredecibles para poder darle una utilidad
militar. Cuando Alpert y yo comenzamos nuestros experimentos con
psilocibina no sabíamos nada de esto. La CIA permitió que Harvard nos
financiara por una sencilla razón. Pensaban que quizá nosotros podríamos
triunfar donde ellos no lo habían hecho, encontrando algún modo de
controlar la droga para que produjera los efectos deseados.
Efectivamente, conseguimos controlarla demostrando que sus efectos
dependían no tanto de la dosis como de las expectativas y el estado
mental del consumidor, así como del entorno físico en el que se
administra la droga. Descubrimos que era posible “programar un viaje”,
pero no para obtener los resultados que deseaba la CIA. Ocho de cada
diez de nuestros pacientes afirmaban haber tenido algún tipo de
experiencia espiritual después de nuestras sesiones. Desde un incremento
considerable en la comunión afectiva con sus semejantes, hasta
verdaderas sensaciones de haber entrado en contacto con la divinidad.
Pero la CIA no tenía ninguna utilidad que darle a Dios. Así que
decidieron deshacerse de nosotros. Todavía ahora, en la década de los
noventa, siento a veces la molesta impresión de estar siendo observado.
F.C.: No estamos en los años noventa, sino en 2013. Doctor Leary, creo que no debería abusar tanto de los psicodélicos.
T.L.: Usted, que es joven, podrá estar en el año que mejor le parezca, pero para mí es poco más difícil porque morí en el 96.
Lo cual explicaría la extraña
sensación que tengo desde que comenzó la entrevista o el hecho de que,
ahora mismo, me encuentre frente al doctor Leary, sentado sobre un
mantel a cuadros escoceses, al aire libre de la campiña inglesa. Para
colmo estoy vestido según los cánones estrictos de la moda infantil
femenina del Oxford de mediados del siglo XIX: falda plisada azul y lazo
en el pelo del mismo color. No me recuerdo en qué momento me dejé caer
por la madriguera de conejo. Solo me acuerdo de haber asistido a la
fiesta maya que la redacción de Factor Crítico celebró el pasado 21 de
diciembre con motivo del fin del mundo, y de repente, vi cómo alguien
vaciaba un pequeño frasco en el ponche. Aunque, ahora que lo pienso, ese
alguien era yo.
F.C.: Perdone, pero he tenido un flashback.
Debería haber comenzado la entrevista con una descripción de nuestro
encuentro, pero resulta que acabo de vivir ese momento justo ahora. Creo
que me acabo de tomar el LSD farmacológicamente puro que los
laboratorios Sandoz me enviaron hace un par de semanas para hacer una
reseña.
T.L.: Déjese llevar. ¿Dónde estábamos?
F.C.: Su expulsión de Harvard, la prohibición del LSD…
T.L.: Ah, la prohibición. Eso ocurrió en 1968. Justo el año en que me detuvieron.
F.C.: Desde que le
echaron de Harvard hasta entonces, dedicó su vida a defender
públicamente el uso de los psicodélicos. ¿Cómo llegó a convertirse,
según las palabras de Richard Nixon, en «el hombre más peligroso de
América»?
T.L.: Bueno, a parte de
salir en la televisión, almorzar con los Beatles, introducir a medio
Hollywood en el mundo de los psicodélicos, escribir decenas de artículos
científicos y libros defendiendo su uso, y presentarme como candidato a
gobernador de California con el aval público de John Lennon, supongo
que lo que realmente puso nerviosa a la CIA fue el papel que jugué en
las intrigas de Washington. Eso y tal vez el hecho de que la primera
dosis que tomó Marilyn Monroe se la di yo.
F.C.: Siempre que alguien menciona a Marilyn tan cerca de la palabra Washington es porque hay ciertas siglas entre medias.
T.L.: Tiene razón, eran
los sesenta. Y en los sesenta todo nos lleva de vuelta a JFK. Eso fue
precisamente lo que me ocurrió. Que al doblar la esquina, me encontré a
Kennedy sin tener la más remota idea de que pudiera estar allí. Pero en
realidad nada de esto tuvo que ver con Marilyn. Mi encuentro con ella
fue pura casualidad. En mi caso, todo comenzó con la llamada de una
mujer llamada Mary Pinchot Meyer. Trabajaba en política, estaba bien
conectada, su cuñado era jefe del Newsweek. En definitiva, la típica
descendiente de uno de esos viejos linajes patricios de Washington.
Alguien le había dicho que yo podía enseñarle a programar viajes con
LSD.
F.C.: Cuéntenos qué es eso de programar un viaje.
T.L.: Pese a todo lo que
se dijo sobre mí, nunca fui partidario del uso indiscriminado de
psicodélicos. Siempre lo dejé bien claro en las entrevistas y en los
libros que escribí, aunque luego la prensa prefiriera compararme con
gente como Kesey. Los efectos de los psicodélicos dependen en gran
medida del set y del setting, es decir del marco
mental en el que se encuentra quien lo utiliza, y de su relación con el
entorno. Descubrimos que ambas variables son fáciles de controlar, así
que diseñé con mis colaboradores, Alpert y Metzner, un protocolo a
seguir durante las sesiones. Instrucciones precisas de cara a la
preparación mental del paciente, el tipo de música y estímulos visuales
recomendables durante la sesión, cómo tranquilizar al paciente si, de
repente, sufre un mal viaje, y lo que es más importante, cómo ayudarle
durante el viaje de regreso a integrar el cambio psicológico dentro de
la estructura de su personalidad. Mary quería que le enseñara todo eso,
pero al principio me negué. Aunque había llegado a mí a través de un
amigo común, no terminaba de fiarme. Sin embargo, Mary insistió y al
cabo de unos meses me confesó sus verdaderos motivos. Había gente en
Washington, me dijo, que estaba interesada en el uso que se le podía dar
al LSD dentro de una terapia personal. Acabé enseñándole a Mary lo que
sabía, cosa que, en el fondo, tampoco tenía tanta importancia pues, de
todos modos, pensaba escribir con mis colaboradores un manual para
explicar al gran público cómo preparar un viaje seguro. Mary yo seguimos
manteniendo el contacto. Nunca quiso darme muchos detalles sobre lo que
estaba haciendo y yo tampoco quise conocerlos, pero entendí por sus
comentarios que estaba programando viajes para gente de muy alto nivel.
Las palabras de Mary estaban siempre teñidas de un idealismo
absolutamente inocente y al mismo tiempo aterrador, como supongo que lo
fue el idealismo que todos tuvimos en aquella época. Como si se hubiera
erigido en la cabeza invisible de una conspiración para la paz que
estaba empezando a conseguir, en secreto, cada vez más adeptos en
Washington. Así fueron las cosas, hasta que un día, Mary me llamó
aterrorizada para decirme que la estaban persiguiendo. No volví a saber
de ella en mucho tiempo. En 1963, poco después de la muerte de Kennedy,
recibí su última llamada. «Ya no podían controlarle», me dijo. «Estaba
cambiando demasiado rápido. Han echado tierra encima de todo el asunto.
Tengo que verte. Tengo miedo. Ten cuidado». Mary murió unos meses más
tarda. Fue asesinada a la orilla del río Potomac. Tenía una herida de
bala en la cabeza y otra en el corazón.
F.C.: Supongo que encontrarían a un cabeza de turco.
T.L.: Un hombre negro, por
supuesto. Intento de violación y robo. ¿Cuántos intentos de violación
acaban con una bala en la cabeza y otra en el corazón?
F.C.: ¿Era amante de Kennedy?
T.L.: No lo supe hasta
después de su muerte. Claro que lo era. Pero no como las demás. Kennedy
la quería de verdad. Después de aquello… Bueno, ya sabe. La muerte de
Kennedy hizo que todo se viniera abajo. Empezando por mi puesto en
Harvard. Entonces fue cuando empezaron a perseguirme. Al principio pensé
que mi paranoia era producto de las drogas, pero casualmente los
momentos de paranoia se daban precisamente cuando me estaban
persiguiendo. Me detuvieron dos veces por posesión de marihuana.
Encontraron dos colillas de porro en la guantera de mi coche. Me
condenaron a 30 años.
F.C.: (silencio)
T.L.: Pero yo tenía otros planes.
F.C.: Se escapó de la cárcel.
T.L.: (sonríe con cierto nerviosismo)
Antes de ingresar en el sistema penitenciario, se sometía a los
condenados a un test psicológico para determinar cuál sería su ocupación
idónea dentro de la cárcel. En cuanto me pusieron la hoja de preguntas
delante, tuve que contener una carcajada. El test lo había diseñado yo.
En cuestión de segundos decidí cuál iba a ser el resultado, ya que sabía
perfectamente lo que tenía que responder para que la junta de prisiones
viese en mí un carácter totalmente conformista con enormes aptitudes
para la jardinería, el trabajo más indicado para planear mi fuga. Me
mandaron a San Luís Obispo, un penal de baja seguridad cerca de Santa
Bárbara. Nadie me molestaba mientras estaba trabajando en el jardín, así
que aprovechaba la jornada para estudiar el terreno. Me enamoré de un
árbol cuya copa se alzaba hacia uno de los tejados. Llegada la noche de
la fuga, pinté mis deportivas de negro para que nadie pudiera verme en
la oscuridad. Salí al jardín por una puerta de mantenimiento que se
había quedado abierta esa misma mañana y, una vez fuera, escalé el árbol
hasta llegar al tejado. No fue sencillo. Para salvar la alambrada tuve
que deslizarme a pulso por un cable telefónico de unos quince metros de
largo. El poste donde acababa el cable estaba fuera del recinto. Una vez
fuera, fui andando al punto de recogida, que se encontraba a kilómetro y
medio de distancia. Allí me esperaban dentro de un coche unos chicos
muy simpáticos de la Weather Underground.
F.C.: ¿El grupo terrorista?
T.L.: Si quiere llamarlo
así… No pude dejar de reírme yo solo durante el tiempo que estuve dentro
de aquel coche. Me llenaba de alegría el haber conseguido escapar sin
ningún tipo de violencia. Uno de los Weathermen me pasó un
porro de marihuana. Sostuve entre mis dedos al pequeño culpable de mi
ingreso en prisión y me eché a reír pensando en lo que harían los
guardias mientras tanto. Nunca había disfrutado tanto de una calada.
Traté de imaginármelos descubriendo mi ausencia, llamando a Sacramento,
donde algún puño furioso golpearía un escritorio y dos o tres traseros
se caerían de sus sillones. Me reí y me reí y así pasé tres semanas,
riéndome, porque me sentí como si hubiera ejecutado con éxito una
especie de performance para decirle a la gente cómo debían
actuar frente al sistema judicial y a la burocracia policial. Me pareció
una broma redonda, que por desgracia los agentes del orden público
nunca supieron apreciar.
F.C.: Desde luego, se la
tuvieron jurada desde entonces. El FBI no dejó de perseguirle hasta que
consiguieron ponerle las manos encima.
T.L.: Eso ocurrió dos años
más tarde, en Afghanistán. Durante todo ese tiempo logré darles
esquinazo en Argelia, en Austria, en Suiza… Fueron años difíciles,
viviendo en casa de amigos, aceptando ayuda comprometedora como la de
los Panteras Negras.
F.C.: Volvió a ingresar en prisión en 1972. ¿Cómo pudo soportar el encierro alguien como usted?
T.L.: Escribiendo. En el
fondo, después de tanto ir de aquí para allá, agradecí tener tiempo
libre para mí mismo, así que aproveché para reflexionar un poco y poner
sobre el papel todas las cosas a las que había estado dándole vueltas
durante mi exilio.
F.C.: Su amigo Robert Anton Wilson le
visitó varias veces en prisión. Decía que, a pesar de las
circunstancias, usted siempre tenía esa sonrisa beatífica en la cara. La
sonrisa que le hizo famoso. Decía que, allí dentro, usted parecía más
libre que toda la gente de fuera.
T.L.: Después de más de
diez años usando los psicodélicos para descubrir qué hay debajo del
mundo que percibimos, llega un momento en que ya no los necesitas. La
mente aprende a llegar a ese lugar por sí sola. Y entonces, el hecho de
estar viviendo en una celda deja de tener tanta importancia. Pero
mentiría si dijera que no tuve malos momentos. En una de las prisiones
donde fui a parar, coincidí con Charles Manson. Su celda estaba casi
enfrente de la mía. No le había reconocido, hasta que una noche me dijo:
“Eh, Leary. Eres mi héroe. Tienes que enseñarme cómo lo haces”. Me
quedé mudo y entonces gritó para que le oyera todo el corredor: “¡Este
es mi amigo Tim Leary! ¡Él sí que sabe cómo meterse dentro la cabeza de
los demás!”. Solicité a través de mi abogado un traslado de celda y lo
conseguí. Fue uno de los momentos más aterradores de mi vida.
F.C.: ¿Por qué le afectaron tanto las palabras de Manson?
T.L.: Quizá me preocupaba
que tuviera razón. Porque en el fondo había estado haciendo lo mismo que
él. Meterme en la cabeza de los demás. Y es posible que los demás no
estuvieran todavía preparados. Después de tantos años, aún me pregunto
si hice lo correcto. Salí de la cárcel tras la caída de Nixon. El
gobernador de California me indultó, pero las cosas, afuera, habían
cambiado. Hacía mucho que la televisión y la prensa habían transformado
el sueño hippie en mero hedonismo sexual e, incluso eso, estaba a punto
de acabar en cuestión de unos años por culpa del SIDA. No solo se había
ilegalizado el LSD y la psilocibina para consumo público, además se le
impuso un veto a la investigación científica a pesar de que todos los
estudios indicaban la incalculable utilidad de estas sustancias para
desprogramar conductas obsesivas o autodestructivas, ayudar a pacientes
terminales de cáncer a aceptar el tránsito o ser los únicos analgésicos
efectivos para las migrañas de racimo. Todo eso desapareció, de golpe y
plumazo. Y en cierto modo yo tuve la culpa de ello. Yo, Kesey, Stanley…
todos los que estuvimos en primera línea invitando a los Cary Grant de
América a que probaran el LSD, o directamente echándolo en el ponche de
sus fiestas multitudinarias, como hacía Kesey. Tampoco había tanta
diferencia. Tal vez hicimos demasiado ruido. Tal vez Huxley tenía razón:
no es por azar que los chamanes siempre hayan ocultado la fuente de sus
poderes. Era su manera de protegerla. Sin embargo, en aquellos años… no
se imagina hasta qué punto estuvimos cerca de la destrucción total
después de lo de Bahía Cochinos. Creí que si había un momento era ése,
el momento de dar un salto adelante en la evolución y hacer madurar a la
raza humana. Pero no estábamos preparados. Quizá nunca lo estemos y
Manson tenga razón. Encontramos la herramienta más poderosa jamás
conocida para explorar la mente humana y lo único que se nos ocurrió es
usarla para meternos en la mente de los demás.
F.C.: Pero usted nunca utilizó psicodélicos para «controlar» a nadie, como hicieron Manson o la CIA.
T.L.: No importa lo que yo
o Richard Alpert o gente como Stan Grof o Humphrey Osmond hiciéramos.
Lo que único importa es el uso que el resto de la humanidad quiere darle
a los psicodélicos. Y lo que llevamos del siglo XXI tampoco deja
demasiadas esperanzas, la verdad.
F.C.: Pero usted está
muerto, doctor Leary, ¿cómo puede saber lo que ha pasado estos últimos
años? A veces tengo la sensación de que soy yo mismo quien responde a
través de su voz.
T.L.: Supongo que es la primera vez que prueba el LSD. ¿Recuerda lo que estaba haciendo antes de que nos encontrásemos?
F.C.: La verdad es que
estoy empezando a acordarme. Estaba en una fiesta y empecé a sentirme
débil. Aunque débil no es la palabra. Más bien era como si mis dedos,
mis brazos, mis piernas fueran haciéndose cada vez más ligeros hasta
perder por completo su masa. Volví a casa. Puse un poco de música. Ravi
Shankar. Esa música hindú está realmente hecha para esto, ¿verdad? Cada
nota era una aguja clavándoseme en el cuerpo.
T.L.: ¿Le dolió?
F.C.: Creo que la palabra
«dolor» es irrelevante para describir lo que sentía. Era más bien como
si las cuerdas del sitar estuvieran dentro de mí, pero aún así Shankar
pudiera hacerlas vibrar pulsándolas a toda velocidad con esa mano suya
endemoniada. Luego, empecé a mirar alrededor. Cualquier objeto,
cualquier rincón me traía de vuelta los recuerdos más asombrosos. Pero,
de nuevo, «recordar» no es la palabra. Revivir, quizá. Una pequeña
mancha amarilla en una esquina del techo me hizo volver a vivir lo que
sentí el día en que mi ex y yo pintamos de blanco aquellas paredes
amarillas: la misma prisa por acabar el trabajo, la misma ilusión por
tener nuestro propio espacio, la misma frustración al darnos cuenta de
que se había acabado la pintura; de repente, aquella mancha amarilla se
convirtió en el testimonio de una relación en la que siempre quedarían
cosas pendientes. Después estuve cenando. Comí un poco de tortilla de
patatas. Hacía frío y decidí cubrirme con una manta en lugar de encender
la calefacción. Cubierto por la manta, volví literalmente a la
infancia. Al instante, aquella tortilla industrial comprada en el súper,
empezó a tener el mismo sabor que la tortilla que me daba mi abuela
cuando de niño, nos llevaba a mi hermano y a mí de paseo por la sierra, y
al volver a casa, nos abrigaba y nos daba de cenar. La misma sensación
de cobijo y necesidades básicas satisfechas después de aquellas alegres
pero cansadas caminatas. Me eché a llorar de felicidad. Era como si
estuviera dentro de la madalena de Proust. Entonces comprendí que cuando
Marcel dice haber recuperado su infancia mojando la madalena en la
leche, no estaba hablando en sentido metafórico, ni tampoco estaba
utilizando las palabras como barniz literario para describir algo tan
simple como el recuerdo. Cuando Proust dice que una madalena puede
devolverte la infancia es porque literalmente puede hacerlo, igual que
el contenido de un frasco o una seta puede hacerte crecer o disminuir de
tamaño. Y se trata, además, de algo tan fácil de conseguir y tan
aparentemente común cuando lo consigues, que uno se llena de admiración y
respeto por el género humano al saber que el cerebro es capaz de hacer
algo así. Un rato después, fui a la ducha pensando en meterme luego en
la cama. Pero… creo que no salí de allí. Debo seguir todavía dentro del
baño. Recuerdo que entrar debajo del chorro de agua fue algo
sobrecogedor. Como si mi piel hubiera desaparecido y las gotas pudieran
alcanzar directamente mi sistema nervioso. Supongo que es la misma
desprotección que sienten los bebés al nacer, porque ducharse bajo los
efectos de aquello… Bueno, era como sentir las gotas de agua caer sobre
tu cuerpo por primera vez en tu vida y, saber al mismo tiempo, que tu
mente es capaz de recuperar de manera literal no solo el recuerdo de
sensaciones tan antiguas, sino que es capaz de recuperar esas
sensaciones mismas para volver a vivirlas. Entonces… entonces fue cuando
empecé a ver cómo los colores de los azulejos del baño se separaban por
capas hasta que me permitieron avistar a lo lejos estos árboles, este
río, este bosque en el que nos encontramos ahora.
T.L.: Un viaje clásico.
La psilocibina, el LSD activa de manera prodigiosa el cerebro
reptiliano, la parte más antigua de nuestro cerebro. La que domina en
los animales anteriores a los mamíferos y la que domina también durante
nuestra infancia. La parte del cerebro que rige nuestras emociones más
básicas, desde el miedo hasta el placer. Cuando estamos en un estado de
vigilia, sobrios, las partes superiores de nuestro cerebro bloquean la
mayor parte del contenido emocional básico que tienen nuestras
percepciones. Simplemente no podríamos vivir en sociedad, o al menos no
en la sociedad tan complicada que hemos montado, si tuviéramos acceso
constante a esos contenidos. Sin embargo, cuando domina esa parte tan
primaria de nuestro cerebro, se empiezan a establecer vínculos
emocionales que ya se creían perdidos con los objetos, con las personas,
con el entorno. Lo que ocurre es que, acostumbrados a la vigilia,
nuestro cerebro no está entrenado para ordenar y clasificar toda esa
abrumadora descarga de información emocional que penetra nuestros
sentidos durante un viaje. Así que lo que hace es aplicar a la
información visual determinados moldes o patrones ya conocidos para
intentar ordenarla. De ahí que usted le pareciera que los colores de los
azulejos se separaban por capas y que detrás de ellos estaba este
bosque, o que ahora tenga usted el aspecto de Alicia y yo el de Timothy
Leary. Es como el juego infantil de los bloques y los agujeros. Solo que
en este caso no tienen la forma de cuadrado o de círculo, sino la de
una niña victoriana y un viejo un poco sátiro.
F.C.: Entonces, ¿todo esto no son más que fantasías, proyecciones de mi mente?
T.L.: Es una forma de
verlo. Para muchos no es muy diferente a un efecto óptico. Sin embargo,
después de tantos años de experimentar con el LSD, personalmente no he
llegado a encontrar ninguna diferencia ontológica entre lo que
percibimos bajo los efectos de la droga y lo que percibimos cuando
estamos sobrios. Simplemente son dos formas diferentes de ordenar las
percepciones sensoriales. Lo que quiero decir es que puede llamarlo
fantasía si quiere, pero entonces también deberá llamar fantasía a lo
que percibe cuando no está bajo los efectos del LSD.
F.C.: Un pensamiento un poco inquietante, ¿no?
T.L.: No me lo parece. Lo
que nos enseñan los psicodélicos es que el cuerpo humano, nuestro
sistema nervioso, nuestro cerebro puede imitar en cualquier momento todo
aquello que hemos experimentado, sentido o visto antes. Ahora mismo, su
cerebro está imitando la forma de Timothy Leary porque ya antes ha
visto su forma en una foto. También puede imitar las palabras de Leary
porque usted ha leído sus libros. Pero, en cualquier caso, lo que está
haciendo ahora su mente no es muy distinto a lo que hace todos los días
cuando habla o cuando escribe. Imita formas sonoras o escritas que
llamamos palabras y que en realidad no son nuestras. Los psicodélicos
nos hacen conscientes de algo muy importante que la mayor parte de la
gente pasa por alto en su vida diaria: que la realidad no es más que
lenguaje.
F.C.: Lo cual es básicamente lo mismo que dicen algunas de las corrientes literarias más importantes del siglo XX.
T.L.: Adorno dijo que
escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. Los
postmodernistas se tomaron sus palabras literalmente y se convencieron
de que si no se podía escribir sobre nada, entonces el único tema
legítimo que le quedaba a la literatura eran las palabras mismas.
Proclamaron la muerte de la escritura, pero se equivocaron. Cuando usted
ha tratado de describir lo que experimentó durante su viaje ha
recurrido a la metáfora y al símil porque cuando la realidad deja de ser
estable, las palabras comunes y el lenguaje racional pierden su poder
para describirla. Entonces solo nos quedan las madalenas. Y aún así,
cuando uno recurre a las metáforas para intentar comunicar experiencias
tan extremas, éstas solo nos permiten, como mucho, acercarnos un poco
más a lo Real sin llegar a tocarlo nunca. Porque lo Real no está
constituido por palabras, o no solo por ellas, sino también por signos
visuales, táctiles, olfativos, gustativos y emocionales. Todos estos
niveles son también lenguaje, porque el tacto, por ejemplo, es también
un sistema organizado de signos, aunque pocas veces seamos conscientes
de ello. Y sin embargo, sí lo podemos percibirlo como un sistema cuando
tomamos psilocibina y empezamos a sentir en la palma de las manos los
guijarros que tocan las plantas de nuestros pies descalzos. Es
comprensible que después de Auschwitz mucha gente empezara a perder
interés por lo Real. Sin embargo, aún quedan realidades en el ser humano
más profundas que la muerte y la destrucción. Realidades que es
necesario describir. Y por suerte ha habido escritores conscientes de
ello que, rechazando el axioma postmodernista desde dentro, han
demostrado que la escritura era posible todavía: la escritura entendida
como un juego interminable de creación de metáforas cuyo fin es alcanzar
la realidad invisible y quizá incomunicable del espíritu humano; esa
realidad que los psicodélicos nos permiten percibir. Me refiero a
pioneros como Lewis Carroll o Aldous Huxley, pero también a gente como
Philip Dick, Robert Anton Wilson, Julio Cortázar… Aunque quizá quien más
lejos haya llegado en este sentido es Thomas Pynchon, burlándose
constantemente del credo postmodernista con sus gigantescas novelas en
las que se acumulan cientos y cientos de páginas en las que se narra
solo por el puro placer de narrar realidades nuevas. Lo que escritores
como estos nos descubren sobre la literatura es que el acto de escribir
tiene el mismo fin que los psicodélicos: hacernos ver que todo lo que
sentimos, tocamos u olfateamos, no son más que metáforas, como las
palabras, y que las palabras, como los psicodélicos, nos permiten ser
quienes queramos cuando queramos.
F.C.: Nos permiten serlo hasta que se pasan sus efectos, claro.
T.L.: No. Nos permiten
serlo siempre, mientras sigamos hablando o escribiendo. Es algo que los
niños saben. Solo que los adultos, a veces, nos olvidamos de ello…
http://www.factorcritico.es/no-5-libros-drogas/entrevista-con-timothy-leary/