martes, 28 de abril de 2015
Leon Bloy
León Bloy es una personalidad desconcertante. ¿Con quién compararlo? Albert Béguin -tan mesurado y serio- afirma que “los verdaderos compañeros de León Bloy en aquellas postrimerías del siglo XIX, en que las ilusiones del progreso deslumbraron tantas miradas y dieron origen a muchos espíritus clarividentes, son aquellos dolidos, aquellos atormentados, Nietzche, Rimbaud, Dostoievski, que parecían anacrónicos en ese tiempo de ciego optimismo, y que lo eran realmente: eran anacrónicos in anticipo”, en el sentido de que previeron las devastaciones de una “sociedad satisfecha de vivir en los límites de lo permitido, feliz de haber recibido la noticia de la muerte de Dios”[1]. Bloy es uno de ellos, pero es también diferente.
Hoy hay un renovado interés en Bloy. Se tiene la impresión, con todo, de que -salvo algunas excepciones- no conocemos al “verdadero” León Bloy. Se lo lee deteniéndose en los aspectos secundarios de su obra -paradoja, violencia verbal, simbolismo exagerado, misticismo exacerbado- sin captar la inspiración de fondo. Su obra es un sucederse de relampagueos y de furores: los relampagueos de un genio que intuyó que la santidad era la única vocación del hombre, los furores de un alma sacudida por el deseo de Dios y por la impaciencia escatológica. Aquí nos propondremos analizar dicha obra para captar el “alma” de un profeta que pertenece -una vez más es Béguin quien lo sugiere- a la “familia espiritual” de Claudel, Peguy y Bernanos.
Bloy nace en Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, es libre pensador, anticlerical y masón; la madre, de origen español, creyente sincera. Después de una adolescencia rebelde y taciturna, en 1864 se muda a París, exuberante de cuerpo y alma, revolucionario e incrédulo en el plano religioso. “Hubo un momento -escribirá- en el cual, en vísperas de la Comuna, el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón”[2]. Para vivir, ejerció los oficios más humildes.
En 1867 conoció a Barbey d'Aurevilly, cuya frecuentación y amistad lo llevaron a la fe, en la cual se mantuvo inamovible “como una lechuza devota a la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo”. Su temperamento extremista lo conduce de un anticlericalismo violento a un catolicismo intolerante. Su existencia tiene, intelectual y materialmente, un ritmo frenético. En 1863 es admitido por Louis Veuillot en la redacción del Univers, pero allí permanece poco tiempo por incompatibilidad con la línea moderada, a su entender, del diario. En 1877 conoció a una prostituta, Ana María Roulet, y, para sacarla del mal vivir, la acogió bajo su techo. Entre ellos nació una pasión violenta que se alternó con entusiasmos místicos. Después de algunos meses, Bloy abandonó a la amante, renunció a un trabajo seguro y se retiró a un monasterio de Soligny con la idea de hacerse monje benedictino. Su confesor le aconsejó que no adoptara la vida monástica ni se casara con Ana María, que entre tanto se había convertido en católica ferviente. Durante una estadía en el Santuario de Salette, conoció al abad Tardif, que lo introdujo en el estudio de la simbología bíblica y lo estimuló a escribir una obra sobre la aparición de la Virgen. Transcurre un período relativamente sereno, en el cual maduran los elementos esenciales de su pensamiento. Luego retoma su vagabundeo. En el intertanto, conoce a las personalidades de primer plano de la vida literaria parisina: P. Bougert, Ph. De Villiers de l'Isle-Adam, Paul Verlaine. M. Rollinat, J.-K. Huysmans. En 1889 se casa con Jeanne Molbeck. El matrimonio llevó a su existencia una nota de serenidad que le permitió publicar libros y artículos. Murió el 3 de noviembre de 1917, tras una larga y dolorosa enfermedad, soportada con valor y serenidad.
http://www.humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/d0154.html
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