jueves, 29 de enero de 2015

Raquel Gedallovich



La 'caleña' que sobrevivió al horror del Holocausto en Auschwitz

Raquel Gedallovich, quien vive en Cali desde hace más de medio siglo, narra su experiencia.


 
Después de sobrevivir a la Segunda Guerra, Raquel pasó por Hungría e Israel. En 1952 viajó a Bogotá y 9 años después se radicó en la capital vallecaucana.
Foto: Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO
Después de sobrevivir a la Segunda Guerra, Raquel pasó por Hungría e Israel. En 1952 viajó a Bogotá y 9 años después se radicó en la capital vallecaucana.
‘Mañana’. Esa palabra le ha punzado el corazón y la memoria a Raquel Gedallovich durante los últimos 70 años, de los cuales ha vivido más de 60 en Colombia. (Artículo relacionado: Auschwitz: a siete décadas del peor horror)
“¿Cuándo la vuelvo a ver?”, le preguntó su madre, Débora Schlomovich, a un miembro de la SS, la fuerza más temida al servicio de Adolfo Hitler. Era una mañana de abril de 1944.
“Mañana”, le contestó el soldado a la señora, que seguía aferrada a tres niños pequeños y a su esposo, Bernardo Moskovich, un campesino que sembraba frutas, mientras veía cómo los nazis se llevaban a Raquel. (En fotos: Sobrevivientes de Auschwitz son retratados 70 años después de su liberación).
La familia acababa de poner los pies en el campo de concentración de Auschwitz, a unos 40 kilómetros de Cracovia (Polonia). Raquel nunca olvidó el ruido que producía el traqueteo del vagón sin ventanas en el que viajaron tres días seguidos; tampoco, el asfixiante olor que salía de la cubeta dispuesta para las deposiciones, que se volcaba con frecuencia por el movimiento del tren. En ese ambiente nauseabundo, cientos de hombres y mujeres apretujados temblaban por su suerte, sin poder sentarse siquiera. (Lea también: 'Al final siento que ganamos').
Ella era alta y parecía fuerte. Por eso, cree Raquel, la SS la separó de sus progenitores y de sus tres hermanos, de 7, 9 y 11 años. Sus tíos, abuelos y algunos primos también fueron llevados a ese campo de concentración en el mismo tren, al que llamaban ‘el último de la vida’.
“Yo tenía 13 años cuando llegamos a Auschwitz, pero parecía de 15. Quizás los alemanes pensaron que sería útil”, dice ahora la mujer de 83 años, en la sala de su apartamento al norte de Cali.
Años antes de llegar a ese campo de exterminio, su vida era como la de cualquier niño: pasaba el tiempo jugando con sus hermanos menores, en una casa de un solo piso, en una vereda de los montes Cárpatos, en lo que hoy es Ucrania. “El nombre es tan enredado que ya no sé cómo escribirlo”, se excusa la octogenaria, a quien la madurez le llegó de un solo tajo cuando los alemanes se esparcieron por la región y su familia tuvo que abandonar el hogar para ocultarse en el refugio que un tío construyó en su finca. “Era una especie de búnker. Había un árbol grande en la entrada y se bajaba a un sótano”, describe con la voz gruesa que la caracteriza.
‘Habría hecho lo mismo’

"A pesar de todo lo que me ha pasado, me siento afortunada", escribió Raquel hace diez años en el libro 'Silencios', de la artista caleña Érika Diettes, al que pertenece esta imagen.
Pero el miedo era tan grande que el administrador de la hacienda los entregó, a comienzos de 1944. “El que ocultara judíos sería fusilado, alertaron. Lo entiendo, yo habría hecho lo mismo –admite–. Todos les temían a los nazis. Nos llevaron a un gueto en Checoslovaquia, donde permanecimos encerrados durante días, sin poder ver la calle porque las ventanas estaban pintadas. Nadie sabía qué iba a pasar con nosotros. Vivíamos asustados”.
Luego vino el tren, el mismo que se detuvo cerca de Cracovia, como para que Raquel y los suyos vieran cómo se elevaba una espesa columna de humo a lo lejos. Era el rastro de los hornos crematorios de Auschwitz, un campo de exterminio con cámaras de gas que simulaban ser duchas.
Una de las primeras cosas que vio al llegar a esa fábrica de cadáveres fue un letrero en el que se leía Arbeit macht frei (El trabajo los hará libres). “Eso decían los alemanes”. Raquel se ríe, a pesar de sentir de nuevo ese dolor que le hunde el pecho al hablar de su pasado. Nunca ha dejado de reír, ni siquiera por su reciente hospitalización, ni después de la pérdida de José, el menor de sus tres hijos, que sufrió un infarto y falleció en noviembre.
Tras un breve silencio, vuelve a recordar a ese soldado que no se conmovió ni un ápice por la separación de su familia: “Las últimas palabras que le escuché a mi mamá fueron esas: ‘¿Cuándo la vuelvo a ver?’. Se quedó con la sensación de que sería mañana, pero no fue así. Ese día que llegamos se los llevaron a los crematorios. Pero ni yo ni los demás niños entendíamos que los nazis matarían a nuestras familias. Lo entendí años después... Luego de que nos bajamos del tren caminé por una calle larga, con 32 bloques a lado y lado, que se distinguían con letras. Yo estaba en el C. Creo que había miles de judíos. Nos dieron una sola muda de ropa, pero después vino la de rayas; es por eso que no me gustan las rayas. Luego nos raparon la cabeza”.
“Había dos bloques para las niñas: el 8 y el 12. A mí me pusieron con las del bloque 8. Y había un patio a donde nos llevaban para cantar canciones en honor a Hitler”, se lamenta.
Raquel abre mucho más sus ojos oscuros, que contrastan con su cabello blanco, y agrega: “Cuando iban personas a visitar el lugar, la gente de la SS nos ordenaba que dijéramos que estábamos bien cada vez que nos preguntaran. Más adelante supe que eran de la Cruz Roja”.
Entonces se toma el antebrazo y explica: “A muchos los marcaron con cinco números en el brazo derecho, pero a mí no, porque no me pusieron en una fábrica”.
Se estremece cuando piensa en las compañeras con las que compartía las literas de tablas, sin colchones ni sábanas. Si una se movía hacia un lado, las demás también tenían que hacerlo, por la falta de espacio. “A algunas se les quitó la menstruación. Pienso que les ponían algo en la comida”, especula.
Las embarazadas tenían pocas probabilidades de sobrevivir y los recién nacidos eran asesinados, algunos a golpes y otros, ahogados. “Yo tenía una prima. Ella llegó con un bebé en brazos y se lo quitaron. Nunca lo volvió a ver”, cuenta. Las enfermedades no faltaban y a quienes las adquirían se les recetaba la muerte: “El que estaba enfermo era llevado a los crematorios, pero yo no sabía que estaban en ese sitio de donde salía el humo. Lo supe mucho después. Yo, por fortuna, no tuve ninguna enfermedad. He sido muy sana”.
“No nos daban toallas y al jabón lo llamaban ‘Sangre judía’. Cuando veía el humo a lo lejos, la joven que nos cuidaba decía: ‘Allá están quemando a nuestros hermanos’. También había una muchacha, de 16 años, que nos vigilaba para ir al baño; íbamos cuando ellos decían que fuéramos y teníamos que sentarnos sobre un polvo de cloro. De no hacerlo, nos exponíamos a que nos dieran latigazos”, relata Raquel.
Por lo general, en estos campos se vivía con hambre: “Pasaban con una olla por cada litera. La ponían frente a nosotras y todas tomábamos de allí, pero sin cubiertos. Las primeras se quemaban, porque era muy caliente, y las que quedaban de últimas casi que vomitaban la comida por lo fría que estaba. La papa estaba sin pelar, al igual que la remolacha, y nos daban un pan incomible que sabía a aserrín; era una comida para cerdos. Nos sentíamos como ganado”.
Así transcurrieron seis meses en Auschwitz, pero para ella, lejos de sus parientes, fue toda una vida. Todo el tiempo se preguntaba cómo estarían.
Pasó por tres campos
Después de esa temporada en el infierno fue trasladada a otro campo de concentración, en Núremberg (Alemania), donde estuvo poco tiempo. Luego fue llevada al de Holleischen, en Checoslovaquia, donde la comunidad judía era utilizada en fábricas de armamento. “Siempre mantuve la esperanza de que mi familia estuviera viva –subraya la sobreviviente–. Nos liberaron el 5 de mayo de 1945. Fueron los americanos (estadounidenses). Después de la guerra me enteré de que mis padres, mis hermanos, mis abuelos, mis tíos y algunos primos estaban muertos”.
Raquel anduvo errante durante meses, hasta que contactó a una agremiación judía que la ayudó a llegar a Budapest, la capital de Hungría.
Posteriormente pasó al recién creado Estado de Israel, donde hizo un bachillerato acelerado. “Era cerca de Tel Aviv –recuerda–. Allí estuve un tiempo, hasta que llegó mi primo Moisés Gedallovich, que logró salir de Europa antes de que empezara la guerra (1939). Se marchó a Colombia porque en Bogotá vivía un cuñado. Pudo llegar con papeles de un tío, pues se parecían mucho. Cuando ya tenía unos 20 años nos vimos en Israel, a donde había llegado para buscar novia (risas)”.
Los primos se enamoraron y un rabino los casó. En 1952, decidieron viajar a Colombia. Hasta 1961 vivieron en Bogotá, donde su esposo tuvo una joyería.
Debido a los problemas de salud de Moisés, amigos les aconsejaron dejar la altura de la capital e irse al Valle. En Cali montaron un almacén de calzado y terminaron de criar a sus tres hijos. “Mi hija vive en Israel y el otro hijo que me queda, en Bogotá”, anota.
También tuvo seis nietos y 13 bisnietos, cuyas fotografías exhibe orgullosa en su apartamento, que comparte con una empleada que la cuida.
“Me casé con un hombre maravilloso que ya murió. Tuve un matrimonio feliz”, afirma en medio del dolor que le producen los recuerdos de la Segunda Guerra y que se mezclan con el luto por su hijo. “Pero a pesar de eso, río. Es un defecto de fábrica”, sentencia antes de soltar una carcajada.
Raquel piensa que es importante, tanto para ella como para los demás sobrevivientes del Holocausto, que el mundo nunca olvide la ignominia a la que fueron sometidos. “Soy muy creyente –confiesa–. Dios y la juventud me permitieron seguir adelante, pero ya casi no me gusta hablar de mis recuerdos”. Como ese que sigue clavado en su corazón, aquella frase que le escuchó al soldado nazi sobre un ‘mañana’ que nunca llegó.
CAROLINA BOHÓRQUEZ
Corresponsal de EL TIEMPO
Cali.

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